San Ambrosio, orador de dulve elocuencia e infatigable escritor
No muy posterior a san Atanasio fue san Ambrosio. Al bosquejar la vida de este gran doctor de la Iglesia, nos apena tener que ceñirnos solamente a algunos rasgos del cuadro sublime que forma su historia. En ella vemos resplandecer la triple corona de su firmeza de carácter, de su virtud y de su inteligencia.
Nació Ambrosio en Tréveris, en aquella época en que el cristianismo, triunfante de las persecuciones y dueño ya de las almas, empezaba a consolidar su victoria espiritual penetrando en el seno de las familias, extendiéndose en las escuelas y apoderándose de las diversas manifestaciones del arte.
Ambrosio mismo era cristiano convencido, sin percatarse de ello y sin haber recibido el bautismo todavía. Muy joven fue nombrado cónsul por Valentiniano, y, a título de tal, hubo de encargarse del gobierno de algunas provincias. Milán era la capital de una de ellas: los cristianos milaneses hallábanse a la sazón divididos en dos grupos principales: uno, el de los que seguían la fe de Nicea; otro, el de los partidarios de la doctrina de Arrio. El arzobispo, Auxencio, era arriano. A su muerte, hallándose terriblemente excitados los ánimos, faltó poco para que en la votación del nuevo obispo viniesen los fieles a las manos en la iglesia. Ambrosio, en cumplimiento de sus deberes de gobernador, acudió al templo para restablecer el orden, y al efecto dirigió su elocuente palabra al público. No bien terminó su discurso, una voz infantil que jamás llegó a saberse de dónde había partido, gritó: ¡Ambrosio obispo! Este hecho inesperado puso término a las disensiones, y la designación fue acogida por unánimes y ruidosos aplausos. Ambrosio obstinóse en rehusar aquella jerarquía, conceptuándose indigno de tan elevado puesto, e intentó huir de la ciudad. Mas, antes de poner por obra su propósito, llegó la orden del emperador disponiendo que Ambrosio fuera consagrado obispo de Milán. Un obispo católico le administró el sacramento del bautismo; y ocho días después quedaba cumplido el decreto imperial. Fue Ambrosio el verdadero padre de sus diocesanos; a él acudían en sus tribulaciones desde los confines de la Mauritania hasta los límites de Francia. Ambrosio daba cuanto poseía, hasta los vasos sagrados de su iglesia, para socorrer a los menesterosos y rescatar a los prisioneros. Cuando Teodosio ordenó desde Milán la horrorosa matanza de Tesalónica, todos callaron; no hubo senador ni magistrado, ni filósofo que se atreviera a dirigir censuras ni aun a elevar quejas contra aquella inhumanidad. San Ambrosio defendió entonces en voz alta los derechos de las víctimas y los fueros de la justicia, e impuso al vencedor Teodosio penas espirituales de las cuales sólo pudo eximirse cumpliendo la penitencia que el prelado le ordenó. San Ambrosio no fue solamente un virtuoso obispo, un intrépido defensor de los oprimidos, sino también un escritor infatigable. Sus obras completas formarían casi una biblioteca. Algunos biógrafos de este santo refieren, como cosa probada y hecho inconcuso que, en cierta ocasión, y mientras el niño Ambrosio descansaba en su cuna, un enjambre de abejas vino a rodearle, entraron y salieron varias veces de su boca y remontáronse luego hacia el cielo, fenómeno que se interpreta como presagio de la maravillosa elocuencia que caracterizó al obispo de Milán.
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