Los inventores anónimos y sus ingeniosos descubrimientos
Muchas de las cosas más admirables del mundo reconocen por inventores a personas cuyo nombre ha quedado desconocido para la posteridad.
Tampoco sabemos a punto fijo quién tuvo la primera idea del telégrafo eléctrico, al cual nos referimos todos cuando hablamos del telégrafo a secas. Claro está que el funcionamiento de éste difiere enteramente de cualquier otra especie de telégrafo; pero en todos ellos las mismas fuerzas de la Naturaleza sirven al hombre, ya para hacer visible el humo que se levanta de una hoguera en el campamento del salvaje, ya para reflejar los rayos del sol, ya para producir el misterioso mensaje eléctrico que corre con la rapidez de la luz a lo largo de los alambres telegráficos, o atravesando sencillamente el aire.
Desde la época de los griegos se conocía el fluido de la electricidad, pero sólo en su forma estática y por algunos de sus efectos: frotado con un paño un trozo de ámbar, éste se electrizaba y adquiría la propiedad de atraer cuerpos ligeros, por ejemplo, plumas y papelitos. Por otra parte, el conocimiento de la aguja magnética sugirió a algunos hombres de imaginación la idea de comunicar señales a grandes distancias mediante una aguja imanada que girase en un cuadrante provisto de las letras del alfabeto. Pero estas sugerencias no tuvieron valor práctico hasta que Oersted descubrió, en 1819, la influencia que tenía la corriente eléctrica sobre la aguja magnética. Fue entonces posible la construcción de un telégrafo electromagnético como el de Breguet. El camino para obtener el telégrafo eléctrico fue preparado paso a paso por una legión de hombres inteligentes y laboriosos, cuyos descubrimientos acerca de la electricidad hemos visto en otro lugar de esta obra; pero, la verdad sea dicha, estos sabios no sospecharon jamás adonde iban a conducirnos con sus incesantes descubrimientos. Amaban la Ciencia por sí misma, muy lejos de imaginar el adelanto portentoso que, con sus estudios, iban a proporcionar al mundo. Si queremos hallar la verdadera cuna de la telegrafía eléctrica, será preciso buscarla en aquella botella de Leyden, que sirvió a Esteban Gray para enviar por medio de un pequeño cable una corriente de electricidad a una distancia de cerca de 300 metros. Sir Guillermo Watson hizo más, pues utilizando una botella de Leyden transmitió una corriente a otro lugar que distaba unos tres kilómetros.
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