Alemania, foco de la música germánica, y Jorge Federico Haendel
Lo que durante gran parte del siglo pasado constituyó el imperio austro-húngaro, fue cuna de muchos autores de raza germánica que nos brindan un tipo de música muy distinta de la que hemos estudiado hasta ahora.
Entre los primeros músicos alemanes que adquirieron celebridad figura Jorge Federico Haendel (1685-1759), quien desde niño sintió verdadero amor por la música.
Procedente de una familia burguesa en la que su vocación fue combatida por el padre, que quería hacer de él un jurista, tuvo que vencer muchos obstáculos antes de lograr lo que más ambicionaba. El duque de Saxe, que escuchó a Haendel tocar el órgano con virtuosismo precoz cuando sólo tenía ocho años, tuvo que intervenir para que su padre lo autorizara para tomar lecciones con Zachow. A los 18 años se dirigió a Hamburgo, donde logró que lo contrataran como violinista de la orquesta de la Ópera. Poco después escribió su primer oratorio: La pasión según San Juan y enseguida dos óperas: Almira y Nerón, con las que obtuvo un éxito considerable. Después de visitar las principales ciudades de Italia se dirigió a Londres, donde pronto se impuso. Al comenzar a mermar sus éxitos por haberse establecido en la corte una academia de ópera italiana, Haendel se trasladó a Irlanda, cuya capital, Dublín, lo recibió cordialmente. En prueba de gratitud, el ilustre maestro estrenó allí su obra cumbre, El Mesías, oratorio que por sí solo habría bastado para inmortalizar su nombre; la duración de esta obra, que fue compuesta en tres meses, es de dos horas. Cuando luego fue estrenada en la corte de Londres, el rey de Gran Bretaña, que asistía al acto, se puso de pie para escuchar el famoso Aleluya, emocionado ante su grandiosidad; desde entonces es costumbre del público inglés escuchar de pie dicho fragmento.
Haendel murió en Londres y fue sepultado en Westminster, la abadía de los reyes.
La vida de este compositor es una continua sucesión de triunfos y fracasos; a estos últimos, según la autorizada opinión de ciertos críticos, debemos los famosos oratorios. Alguien ha dicho, con toda razón, que “Haendel puso la Biblia en música”.
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