LOS EXPLORADORES DE AUSTRALIA


Perdida en la inmensidad del océano y en el silencio de los siglos, yacía la mayor isla del mundo, Australia, hasta que en el año 1522 algunos navegantes portugueses alcanzaron a ver sus costas rocosas del Este, las cuales les parecieron tan poco atractivas que siguieron su rumbo, sin querer arribar a ellas. Posteriormente, algunos marinos holandeses visitaron esas mismas costas y, deseosos de encontrar tierras mejores, las recorrieron en sus barcos veleros. Como fruto de estas excursiones y de sus trabajos de reconocimiento, llegaron a formarse una idea aproximada del litoral este, sur y norte de Australia; aunque no les produjeron aquellas tierras más agradable impresión que a los navegantes portugueses, creyeron oportuno darles un nombre, y así las llamaron Nueva Holanda, en honor de su país natal.

En 1688, un inglés, llamado Guillermo Dampier, piloto de uno de los muchos barcos que en aquellos tiempos recorrían los mares, dedicados a la piratería, puso el pie en la costa noroeste de Australia.

Merced, pues, a la labor de estos arriesgados marinos, tuviéronse algunas noticias vagas de aquella inmensa isla, a la que se consideró del todo impropia para recibir emigrantes europeos, a causa de la notable y extremada desemejanza con cualquier otra parte del mundo. Los indígenas que la habitaban eran salvajes y vagaban desnudos por sus solitarios páramos; hablaban un lenguaje rudimentario e incomprensible, y su vida era la de los hombres primitivos.

No pudieron hallar los exploradores río alguno que regase aquellos áridos campos. No existía ganado de ningún género, sino bestias extrañas y monstruosas, semejantes a las ya extinguidas, cuyos esqueletos se encuentran sepultados a grandes profundidades de la corteza terrestre, y enormes aves que no podían volar. En una palabra, la parte conocida de aquel país era de un aspecto extraño y verdaderamente repulsivo; y sus varias regiones, abruptas y, al parecer, inhabitables.

Hasta 1770 no se llegó a saber que en Australia había regiones bellas por la feracidad de su suelo; esta alentadora noticia se debió al célebre navegante y explorador Jaime Cook. Era éste hijo de un labrador, pero, dedicado desde niño a la vida del mar, alcanzó, gracias a su honradez y clara inteligencia, el grado de teniente en la armada. Efectuó largos viajes por mar, y en uno de ellos, y ya de regreso, al costear el territorio de Nueva Zelanda, empresa que nadie antes que él había llevado a cabo, entró en un mar desconocido y descubrió la costa oriental de Australia.

Su sorpresa no fue pequeña, pues en lugar de la soledad árida y pedregosa de que hablaban los relatos de su tiempo, se ofrecieron a su vista hermosas y fértiles tierras a lo largo del litoral. Encantado con tal descubrimiento, recorrió la costa de un extremo al otro, y en memoria de su patria le dio el nombre de Nueva Gales del Sur.

Cuando en época posterior se vio que en Australia podían vivir los europeos, el gobierno inglés comenzó a enviar allí colonos, reclutándolos entre los presidiarios que llenaban a la sazón las cárceles de Gran Bretaña. En 1788 llegó a la costa oriental de la isla una escuadra británica mandada por el comodoro Philip, con 757 deportados, que éste estableció en la bahía de Port Jackson, donde con el tiempo había de levantarse la ciudad de Sydney. No tenían estos colonos penitenciarios otros alimentos que los importados en barcos desde su patria, y siendo la distancia tan larga y la navegación en aquellos tiempos tan imperfecta e insegura, nada tiene de extraño que por espacio de más de veinte años su vida fuese una continua privación y que se vieran muchas veces amenazados de morir de hambre. Por otra parte, no les vino a las mentes penetrar en el interior de aquellos parajes en busca de pastos para el ganado traído de la metrópoli o de campos en qué sembrar cereales, sino que se contentaron con permanecer cerca de la costa, sin imaginarse que a sus espaldas, detrás de los montes Azules, corrían frescos ríos por verdes praderas.