LA GRUTA DEL MAMUT
El mundo está lleno de curiosidades naturales, mucho más admirables que las obras de los hombres. En el norte de América se halla la gruta del Mamut, que es la caverna más grande que se conoce. Desde la entrada principal al fondo de la gruta no hay menos de 15 kilómetros; y las calles o galerías que se recorren en este prodigioso laberinto suman 240 kilómetros de largo. Antiguamente la gruta del Mamut debió pertenecer a pueblos primitivo.*, pues se han descubierto, bajo capas de estalagmitas, esqueletos humanos de una raza desconocida. Hállase situada en el centro de la región occidental de Kentucky; y cuando, durante la guerra de 1812, se interrumpió del todo la importación del salitre, extrájose de ella el necesario para el consumo del país. Constituye en la actualidad un punto de irresistible atracción para los excursionistas del mundo entero. Su eterna oscuridad, sus colosales proporciones, el sepulcral silencio, que no osan interrumpir ni el fragor de las tempestades ni el ronco rugir del trueno, hacen que esta extraña cueva no presente la menor semejanza con ninguna otra del mundo. Durante todas las estaciones del año, ya en primavera u otoño, ya en invierno o en estío, la temperatura ambiente permanece invariable en su interior; y la fría humedad no sufre alteración nunca, aunque en el exterior el sol caldee extraordinariamente la atmósfera, o se halle cubierta la tierra por una capa de nieve de medio metro de espesor. Tan intensa e impresionante es la oscuridad del lugar, que ejerce con frecuencia un efecto deprimente sobre el sistema nervioso de quienes lo visitan.
Describiendo la gruta del Mamut, escribe Juan Burroughs: “Las personas impresionables y tímidas, y en especial las mujeres, se sienten siempre acometidas de profundo terror en este extraño mundo subterráneo. El guía refirióme que en una de las caravanas, tan frecuentemente conducidas por él, había una señora que quiso quedarse sola. Permitioselo él, mas no tardó en oír un grito penetrante; al acudir presuroso en auxilio de la rezagada, hallóla tendida en el suelo, presa de súbito desmayo Habiasele apagado casualmente la luz; y tal fue el terror que sintió al verse de pronto sepultada en aquella densísima oscuridad, que perdió el conocimiento”.
Apenas se alcanza a comprender que ni un solo rayo de luz haya jamás penetrado en estas siniestras cavernas, desde que el mundo es tal. En las negras lagunas y cascadas, cuyo solemne rumor se percibe a través del frío silencioso. existen cangrejos y peces desprovistos de ojos y oídos. Estas especies animales debieron de llegar, en épocas remotas, a las mudas y tenebrosas profundidades de la inmensa cueva; y los sentidos de la visión y del oído fueron gradualmente embotándoseles por efecto de la falta de uso, hasta desaparecer al fin. En los peces se observan dos variedades: la una carece enteramente de órgano de la visión, en tanto que la otra posee ojos muy rudimentarios que han perdido por completo la facultad de ver. Hay unas cincuenta clases más de animales, pertenecientes casi todos a las especies inferiores, entre ellos los murciélagos y los grillos de color pálido y enfermizo. Los murciélagos constituyen una de las especies más numerosas, y ha> una cueva, denominada la Gran Cámara de los Murciélagos, de cuyo techo y paredes penden millares de animalitos. “Son fríos al tacto, y cuando se los toma entre el pulgar y el índice, encogen la parte anterior del cuerpo, mueven perezosamente las alas y dejan escapar muchas veces un débil chillido”
Los grillos pertenecen a una variedad provista de largas patas que hacen recordar a la araña. “Se los halla en todas partes; y, cuando mueren, permanecen adheridos a la pared, donde un hongo blanco los va cubriendo con una espesa mortaja que crece más y más, hasta darles el aspecto de bolas de nieve con patas. En una de las bóvedas hay también masas minerales que presentan la misma forma, alternando con otras brillantes constituidas por cristales de yeso. Más lejos esta sustancia aparece cristalizada en corolas de diversas flores, en especial de margaritas, girasoles y crisantemos, y no faltan sitios donde se la ve simular rosas y flores de apio. El Valle de los Diamantes y la Cámara de las Joyas tienen paredes y techos refulgentes”.
Demos, con la imaginación, un paseo por algunas de las partes más notables de este mundo subterráneo. Un guía, provisto de una llameante antorcha que lleva bien en alto, nos enseñará el camino. Avanzamos tras él por corredores estrechos hasta llegar a la Gran Cueva Principal. Durante algunos minutos nos sentimos sobrecogidos por las maravillas y la grandeza del nuevo mundo en que acabamos de penetrar. A la oscilante luz que proyecta sus resplandores en torno de nosotros, vemos las inmensas paredes de rocas cristalizadas y los macizos techos que forman arcos y bóvedas en lo alto. Si se grita, retumba la voz en las cavernas rocosas de las inmediaciones, y retorna luego amplificada cien veces, pues los ecos tardan en extinguirse más de un minuto. No bien repuestos aún de la sorpresa por tan extraños fenómenos, seguimos al guía que nos introduce en el Vestíbulo o Rotonda, amplio salón de 6.000 metros cuadrados. Aquí estuvo uno de los principales talleres donde se fabricó el salitre que desempeñó papel tan importante en la guerra de 1812. El suelo está sembrado de montones de tierra nitrosa y restos de tinas rotas de las usadas por los obreros. Al fijar los ojos en la bóveda tachonada de brillantes cristales que se extiende sobre nuestras cabezas, no podemos menos de sentirnos sobrecogidos por las extraordinarias dimensiones y su elevación. La singular pureza del aire no permite apreciar bien las distancias; pero los guías aseguran que tiene una altura de 38 metros en algunos lugares.
De la Rotonda se pasa a la Avenida de Audubon, llamada a veces Cámara Grande de los Murciélagos, donde millares de estos mamíferos pasan la estación invernal. Volviendo sobre nuestros pasos, y caminando unos 800 metros a través de la Cueva Principal, llegamos a los Riscos de Kentucky, cuya denominación les viene de la semejanza que tienen con los del río del mismo nombre. De aquí descendemos lentamente a un gran templo natural, llamado la Iglesia. Un techo gótico extiende sobre nuestras cabezas sus blanquecinos arcos, formados de roca natural en tiempos anteriores a los cómputos de la Historia. Un cantil de piedra, que mide siete metros y medio de altura, hace las veces de pulpito, desde el cual se ha venido predicando en los últimos cincuenta años el evangelio de Cristo.
Al salir de la Iglesia, trepamos por montones de tierra removida al practicar las antiguas extracciones de salitre, hasta llegar a la Galería Gótica, donde se descubren nuevos signos de la pasada actividad minera. Rebasada esta galería, entramos en la Rotonda de las Estalactitas y Estalagmitas, en la que abundan grandes cristales roqueños en afilados conos. Hállanse formados por gotas de agua saturadas de carbonato cálcico, que se adhieren a un punto y permanecen en él hasta que aquélla se evapora, quedando sólo la sal. Gota tras gota, la cristalización prosigue lentamente su labor, modelando los prolongados conos que se ven suspendidos en el aire. Estos carámbanos pétreos, que cuelgan del techo, se llaman estalactitas, en tanto que los que se elevan del suelo reciben el nombre de estalagmitas. De la Rotonda de las Estalagmitas regresamos otra vez a la Cueva Principal, y desde allí volvemos a partir, siguiendo ora una dirección, ora otra, para visitar varios puntos interesantes, diseminados en los muchos kilómetros de tenebrosas cavernas que, de trecho en trecho, se abren en aquel inmenso laberinto de galerías subterráneas.
Visitamos la famosa Cámara de la Estrella, una de las más hermosas de la cueva del Mamut. Aquí el guía nos deja sentados en un banco, al lado del camino, tratando de acostumbrar nuestra vista a la tenebrosa oscuridad que nos rodea. Cuando lo hemos conseguido, vemos sobre nuestras cabezas un cielo de medianoche, con una miríada de diminutas estrellas que centellean a través de la bóveda azul oscuro. Entonces regresa el guía, se esfuman las estrellas, y él nos explica minuciosamente que todo ha sido una ilusión óptica, que ha provocado él mismo cubriendo parcialmente la linterna y haciendo que los rayos juguetearan sobre los pétreos cristales que forman el techo.
Por una de las partes de la gigantesca gruta se llega a una pequeña ciudad desierta, formada por habitaciones de piedra, desprovistas de todo techo, donde hace un cuarto de siglo, o más, fijó su residencia, con la esperanza de que la invariabilidad de la temperatura pusiese fin a sus males, una colonia de tísicos. Entraron en la cueva en el mes de setiembre, y en enero salieron vacilantes, pálidos y exangües a causa de la falta de sol; poco después murieron casi todos. Esto prueba que el sol es el elemento vivificador por excelencia, y que, privados de su benéfico influjo, ni hombres, ni animales, ni plantas pueden disfrutar de perfecta salud.
Varios ríos, entre otros el Estigia y el Eco, recorren tristemente su tenebroso suelo. Nos embarcamos en una canoa de fondo plano, y bogamos lentamente a favor de la corriente del río Eco. La bóveda rocosa bajo la cual corre este río es tan baja que a veces casi toca nuestras cabezas, pues en algunos puntos sólo se eleva 75 centímetros sobre la negra superficie del agua. De repente, sin detener la canoa, el guía alza la voz y canta toda la escala de notas musicales. Los sonidos crecen con lentitud y se ensanchan hasta volver reforzados de las cavernas rocosas, formando un perfecto y atronador acorde. Un sentimiento de religioso terror apodérase de nosotros. El solemne silencio que, interrumpido por el grito de un hombre, resuena con ensordecedor rugido, la vacilante luz de las antorchas roqueñas y la corriente de este mundo subterráneo, que se desliza silenciosa por debajo de la popa de la embarcación, impresionan hondamente aun al ánimo más insensible.
Tan admirables son los ecos que se escuchan en ciertas partes de la gruta del Mamut, que su descripción ha dado a numerosos escritores materia en qué ejercitar sus dotes de brillantes estilistas. Juan Burroughs dice: “Otra sorpresa fue cuando nos detuvimos en cierto lugar y me dijo el guía que gritase o llamase en voz alta. Hícelo así sin que se produjese ningún fenómeno anormal. Entonces habló él en tono bajo profundo; y en el mismo instante las rocas todas que teníamos alrededor y debajo de nosotros empezaron a sonar, a manera de cuerdas de un arpa eolia. Como por encanto habíase operado una maravillosa transformación de sonidos. Después traté de imitarlo, mas no emití la nota precisa y las rocas permanecieron mudas. Inténtelo por segunda vez, pero tampoco obtuve respuesta; los sonidos volvieron a mis oídos, sordos y desfigurados, como una especie de remedo; entonces lo hice con voz más profunda, vibrando la cuerda debida, y las sólidas paredes parecieron hacerse tan débiles y delgadas como los parches de un tambor o la caja de un violín. Hubiérase dicho que bailaban alrededor de. nosotros y que retrocedían después. Antes de haber escuchado el lenguaje de las rocas, jamás había oído música tan salvaje y a la vez tan dulce. ¡Oh magia de la clava evocadora!”
Ahora debemos visitar el Remolino, un abismo tenebroso y enorme, cuya boca mide más de nueve metros de circunferencia, y cuyas enormes fauces, espantosamente abiertas, nos hacen retroceder lanzando un grito de horror. El guía nos refiere que un joven temerario persuadió a algunos amigos a que lo arriasen a este pozo, atado con una cuerda; y aunque fue sacado de él sin haber sufrido daño corporal alguno, jamás quiso repetir la aventura. Todos los diarios de Louisville refirieron en aquellos días, con gran lujo de pormenores, los sobresaltos y angustias del atrevido explorador en el espantoso abismo. Mide éste 27 metros de profundidad, y el descenso a sus roqueñas honduras, en la lóbrega oscuridad de la cueva, es empresa que eriza los pelos.
Existen muchos otros salones subterráneos, interesantes y bellos, que merecen ser visitados antes de abandonar la gruta del Mamut, tales como el Ataúd del Gibante, el Mar Muerto, La Gruta del Hada o Lago del Olvido, ancho estanque rodeado de paredes de 27,50 metros de altura; pero nos limitaremos a visitar la Bóveda del Mamut, donde hallaremos una hilera de columnas colosales que llevan el nombre de Salón de Karnac, por su semejanza con este templo egipcio. Por espacio de un minuto, el silencio y la grandeza del lugar nos dejan casi sin aliento. Seis monumentales columnas, que miden veinticuatro metros y medio de altura, y siete y medio de circunferencia, sostienen su elevado techo. El color gris de la piedra hállase recubierto por una capa de estalagmita amarilla, que recuerda la riqueza del jaspe, y una tracería tan curiosa como una talla china. Los capiteles son bloques planos de piedra calcárea, y las bases se hallan adornadas por estalagmitas que semejan hongos. “¡Admirable! -exclamamos al pensar que estas maravillosas columnas han sido erigidas por la mano de la Naturaleza-. ¡Admirable!” Y nuestros ojos se apartan de los macizos pilares para fijarse en los aglomerados de estalagmitas rojas y negras que forman el piso, dándole el aspecto de un mosaico. “Al mirar hacia arriba, se recuerdan sin querer las grandes catedrales y hasta las paredes verticales de algunos cañones de las montañas del oeste de Estados Unidos; y, aunque la bóveda sólo tiene unos 46 metros de altura, parece más elevada todavía”.
Abandonamos los lóbregos y tenebrosos laberintos de la gruta del Mamut por un pasadizo acertadamente llamado el Tirabuzón. Cuando salimos, por fin, de aquella oscuridad, sentimos el mismo efecto que si pasásemos de “una nevera a un baño turco”; y el ambiente purísimo de las selvas de Kentucky nos parece tan cargado de fragantes aromas como un invernáculo, y por primera vez apreciamos con exactitud la abundancia de olores que hay en el aire ordinario. No parece probable, sin embargo, como con frecuencia se ha dicho, que el aire de la cueva contenga en sí sustancia alguna de propiedades estimulantes, como las brisas de las montañas; lo que ocurre sencillamente es que la pureza y frescura de esta atmósfera nos permite realizar una excursión de 27 kilómetros por debajo de tierra sin sentir ninguna fatiga especial. “Cuando aspiramos el aire exterior y fijamos nuevamente la mirada en el mundo de las hojas que titilan al sol, movidas por el viento, sobre un universo pictórico de vida -el chirrido de las cigarras, el canto de las aves, los mugidos de los ganados que pacen a lo lejos-, despertamos sobresaltados de la exótica y macabra maravilla que constituye el sitio que acabamos de abandonar”. “Ninguno de los fenómenos que se verifican en la faz de la tierra -escribe Juan Burroughs-, ni los cambios de las estaciones, ni el fragor de la tempestad ni del trueno penetran hasta allí; invierno y verano, día y noche, paz y guerra, todo es igual en aquellas inertes profundidades; un mundo donde no llegan los cambios exteriores, porque tampoco llega a él la vida”.
Nos detenemos un rato a la entrada de la cueva, esperando que nuestros ojos se habitúen a la luz amarillenta del sol y nuestro organismo al viento tibio de los bosques, que, según dijimos, hallamos en un principio caliente y pegajoso, acostumbrados ya a la atmósfera pura y fresca del mundo subterráneo. Cruzamos, por último, la plataforma roqueña, volviendo con pesar las espaldas a la boca fascinadora de la gran caverna, y escalamos el sendero que conduce, a través de la selva, al mundo de todos los días donde nos reencontramos con la vida en todas sus manifestaciones.
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