El siglo XVIII y las vicisitudes de las guerras napoleónicas
La reina Ana fue el último Estuardo que ciñó la corona de Inglaterra, y su cetro, al morir ella, pasó a manos de un pariente lejano que reinaba en Hannover. Fue éste Jorge I, hombre corto de instrucción, que no hablaba el inglés y que, atendiendo más a sus gustos personales que al interés general, dejó que gobernaran sus ministros. Afortunadamente uno de ellos fue Walpole, quien supo administrar bien y conservar en Gran Bretaña una paz que le hacía mucha falta; durante esta paz murió Jorge I, y subió al trono su hijo Jorge II (1727). Floreció el comercio, se acuñó mucha moneda, se hicieron economías, y nuevos marineros y soldados vinieron a reforzar el número de los que existían ya.
Mas no todo fue paz para Gran Bretaña durante el siglo xviii, pues, como rival de Francia, hubo de sostener con ella un largo duelo, que sólo tuvo término en la famosa batalla de Waterloo, en 1815. Esta gigantesca lucha en que las dos rivales se disputaron la posesión de las tierras coloniales y el dominio del mar, tuvo por escenario territorios y mares de varias partes del mundo, a causa de que siempre se acechaban, y dondequiera que desplegase sus iniciativas una de ellas, se le aparecía la otra y, abierta u ocultamente, se oponía a sus designios.
Hacía tiempo que ambas tenían intereses comerciales en la India, y, como no podía menos de suceder, llegó un día en que chocaron. Allí CHve, el hombre civil a quien la fuerza de las circunstancias convirtió en bizarro militar, sometió a los indos, con lo cual les ganó la partida a los franceses, y en Arcot y en Plassey echó los cimientos del imperio británico en la India. Estos sucesos repercutieron en el Nuevo Mundo, donde Francia y Gran Bretaña se disputaron al punto cuál de las dos había de quedarse dueña de los territorios de ambas. Perdió Francia; y la toma de Quebec señaló los comienzos del gran dominio británico del Canadá.
Corría el último tercio del siglo cuando Gran Bretaña, a quien, como acabamos de ver, venía sonriéndole la fortuna, tuvo el primer tropiezo en la emancipación de las trece colonias norteamericanas que constituyeron los Estados Unidos de América.
Unos doce años después de constituirse los Estados Unidos de América, se alzó el pueblo francés contra la opresión que sobre él ejercían el rey y la nobleza, y de la gran revolución que hizo rodar la cabeza del monarca y conmovió los cimientos políticos de la vieja Europa, surgió un hombre que, de triunfo en triunfo, llegó a hacerse dueño de los destinos del mundo. Fue éste Napoleón, uno de los gigantes de la historia a cuyos planes se opuso siempre Gran Bretaña.
A la caída del imperio napoleónico siguió una larga paz, durante la cual murió el anciano rey Jorge III y subió al trono su hijo Jorge IV, quien desde unos cuantos años gobernaba ya el oasís en calidad de regente, a causa de la enfermedad mental que padecía su padre. Reinando éste, hubo muchos disturbios en Irlanda, donde los católicos, que constituían la mayoría de la nación, estaban incapacitados para ejercer cargos públicos y sufrían persecuciones de los protestantes, a quienes amparaban las leyes. Pitt, en vista del creciente malestar que se sentía en la isla, agravado con las injustas disposiciones administrativas del Gobierno británico, que venía a hacer de Irlanda una colonia, resolvió, a fin de atajar el mal, acometer la doble empresa de unir los dos parlamentos y abolir las restricciones hasta entonces impuestas a los católicos. Logró a medias salir airoso en su empeño, y en 1801, el Parlamento irlandés fue incorporado al de la Gran Bretaña; los dos reinos unidos recibieron el nombre de Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, y la brillante cruz roja de San Patricio de Irlanda vino a sumarse, en la enseña nacional, a las de San Jorge y San Andrés, quedando al fin completa la Union Jack. Empero, dicha integración ha subsistido sólo en cuanto atañe a Irlanda del Norte; Irlanda del Sur se constituyó en Estado libre en 1922, y en 1949 en República de Irlanda, separándose del Commonwealth Británico.
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