La historia de los Países Bajos está unida a la de sus vecinos
Los Países Bajos no eran más que una triste llanura pantanosa, cerrada entre inmensas y sombrías florestas, cuando, por primera vez, se oye hablar de ellos en la época de la civilización romana.
Durante siglos y siglos, sus numerosos ríos habían ido amontonando fango en las márgenes. Los antiguos celtas, que habían escogido estas comarcas pantanosas por morada, vivían como castores entre los enmarañados matorrales, en la desembocadura del Rin. Mas, cuando los romanos llegaron allí, ya algunas tribus germánicas los habían desalojado. Los bátavos y los frisones se señalaron especialmente por su valor, por el amor a la independencia y por la obstinada firmeza con que protegieron a su país. Y los que entre ellos se alistaron en las legiones romanas se distinguieron por su fuerza y valentía. Durante el siglo iv las tribus francas, que llegaron en gran número, por el curso del Rin, se apoderaron poco a poco del país y absorbieron a frisones y bátavos y a las demás tribus diseminadas por las bajas planicies pantanosas, hasta que todo el país cayó más tarde bajo el poder de Carlomagno. Este emperador dejó a aquellos pueblos sus usos y costumbres, y se contentó con mandarles gobernadores. El fin del monarca era dar riqueza y autoridad a los obispos de las tribus recientemente convertidas al cristianismo; y el poder de aquellos obispos-príncipes creció aun más después de la muerte de Carlomagno. Bajo el gobierno de los débiles soberanos que le sucedieron, los nobles se hicieron cada vez más independientes y poderosos. Había entonces, además de los obispos de Utrecht -donde tuvo sede la primera iglesia cristiana de los Países Bajos-, los condes de Holanda, provincia que más tarde dio el nombre a todo el país.
Los duques de Brabante, los condes de Flandes y otros eran amos cada uno de sus respectivos territorios. Un antiquísimo proverbio frisio afirma que la Prisia debía ser libre mientras el viento empujara las nubes y el mundo existiera; y ni aun en los momentos más difíciles olvidaron los frisones sus altivos y arraigados principios de libertad.
Vinieron después tristes tiempos de feudalismo; los nobles combatían continuamente entre sí y oprimían al pueblo, al cual privaban de sus legítimas libertades. Luego, la influencia de los obispos-príncipes aumentaba con su poder temporal, y nadie osaba pensar con criterio propio.
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