Cómo se convirtió el mirado en figura sagrada e inaccesible
No hay nada cierto acerca de esas primitivas historias, si se exceptúa que hubo mucho ir y venir de la península a las islas, y de éstas a aquélla. Sábese que los japoneses, como los chinos, desde remotos tiempos tuvieron por ocupaciones llevar agua a sus arrozales, construir canales y desarrollar el comercio. Desde el principio tributaron también profunda veneración a sus antepasados; y poco a poco la persona del monarca, el emperador, o Mikado, fuese haciendo sagrada e inaccesible para la gran masa de sus súbditos, como también sucedía en China.
Hacia el siglo vi extendióse por Japón la religión de Buda, que procedía de China y de Corea, y eventualmente tomó su lugar a la religión nacional antigua, no suplantándola, sino complementándola, pues no tardaron los japoneses en edificar hermosos templos budistas y sintoístas, muchos de los cuales se conservan todavía.
Después vinieron tiempos difíciles. Había diversos grados, o diferentes clases de nobles, que luchaban por ser los primeros, y muchos oficiales y ministros por cuyas manos pasaba el verdadero gobierno del reino; puesto que el Mikado se vio convertido en un maniquí encerrado en una cárcel dorada, siendo invisible y sagrada su persona, excepto para los más altos empleados. El jefe del gobierno efectivo, por espacio de 700 años, fue el shogun, principal jefe militar. El primer shogun se llamó Yoritomo. Era un gran general y un excelente organizador, y murió en 1199. El último shogun abdicó el poder y se retiró a la vida privada en 1868.
A consecuencia de las rivalidades existentes entre algunas de las grandes familias del país, produjéronse batallas campales: los nobles vivían en sus fortalezas, rodeados de escuderos armados, llamados samurai, y cuando aparecía un enemigo común, los que poseían la tierra estaban obligados a facilitar fuerzas para hacer frente al peligro.
Uno de estos trances de peligro nacional sobrevino hacia fines del siglo xiii, cuando Kublai Kan, el emperador mongol de China, a la cabeza de un numeroso ejército de chinos y coreanos, invadió a Japón. La hueste quedó aniquilada por una tempestad; y el imperio insular del Japón pudo enorgullecerse de que durante siete siglos ningún invasor pisó sus costas.
Ya hemos referido cómo Marco Polo permaneció en la corte de Kublai Kan. Es natural que recogiera muchas noticias del Japón; y cuando regresó a su patria, persuadiéronle sus paisanos a que escribiera un libro sobre sus maravillosos viajes. En él dio a conocer el Japón a Europa, despertando así grandemente la curiosidad de los lectores. Denominóle Cipango, y dijo que “es una gran isla, situada hacia el este de China, en alta mar. Y por cierto que es una isla muy extensa. Sus habitantes son blancos, civilizados y de excelentes prendas.
Son idólatras y no dependen de nadie. Y bien puedo deciros -continúa Marco Polo con gran lujo de pormenores, más interesantes todavía-, que el oro que poseen no tiene fin, porque lo hallan en sus propias tierras”.
En el mapa de que se sirvió Colón, dos siglos después, esta riquísima isla estaba trazada ocupando un gran espacio al este de Asia, y sin el continente americano entre ella y Europa.
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