A mediados del siglo pasado, se propagó la fiebre del oro


En el año 1839 se descubrió que las montañas australianas contenían oro. Temeroso el gobierno inglés de las consecuencias que tal hallazgo podía acarrear en un país donde vivían 45.000 deportados, número a que habían llegado éstos desde el primer desembarco de Botany Bay, hizo cuanto pudo para que el feliz descubridor guardase silencio de modo que no se alterara la paz.

Pero sucedió que, custodiando éste sus ovejas mientras pastaban, encontró una pepita de oro, cuyo peso era de 40 kilos, y la llevó a Melbourne, que a la sazón era un pueblo de escasa importancia. Nada hay que despierte más la codicia y cause mayor agitación que la noticia del descubrimiento de algún yacimiento aurífero. Consiguientemente, hombres de todas clases y condiciones, arrastrados por el deseo de enriquecerse, abandonaron sus países, sus ocupaciones, sus familias, todo, para ir, armados de una pala y un azadón, en busca del dorado metal.

Posteriormente, cuando las minas comenzaron a dar menores rendimientos, muchos de los buscadores de oro se convirtieron en agricultores o en ganaderos y se establecieron definitivamente en la región.