LA JOVEN DONCELLA DEL LAGO
En tiempos remotos vivían en Alemania un pescador y su esposa, que tenían una hija pequeña.
La parte del país frontero al lago que ellos habitaban era tan triste y desolada y se contaban tantas historias acerca de si los bosques, peñas y ríos estaban encantados, que, por fin, el pescador, pensando en su hijita, decidió cambiarse de: lugar. Pero la misma noche que el pescador volvía de la ciudad más próxima a la que había ido con aquel objeto, salió a recibirlo su mujer, pálida y temblorosa, dándole la mala noticia de que la niña había caído al lago, y sido arrastrada por las aguas.
¡Cuan grande era su pena! ¡Qué pérdida tan terrible acababan de sufrir! Su única alegría les había sido arrebatada, la única esperanza de su vida se había desvanecido. Aquellos pobres viejos, que trabajaban tanto y que vivían tan separados de la otra gente, carecían ya de cuanto pudiera alegrarles y endulzarles la vida.
Mientras lloraban y se lamentaban en su cabaña, se desencadenó una fuerte tempestad; el viento sacudía las paredes, hacía golpear y crujir las puertas, y las ventanas eran azotadas por la lluvia. Estando la pobre gente con las cabezas inclinadas ante el fuego de la chimenea y apesadumbrados por la pérdida de su hija, se oyó en el fragor de la tormenta un débil grito fuera de la casa y como si golpearan la puerta con la mano.
El pescador se levantó y atravesó la habitación, dirigiéndose hacia la puerta, pensando que podía ser algún marinero o caminante que fuera a su cabaña en busca de refugio. Pero al abrir la puerta, en vez de encontrarse con un hombre pálido y maltrecho, como él esperaba, se encontró con una niña de gran hermosura, mojada y chorreando agua, pero con la cara iluminada por La alegría y el placer, que entró vivamente en el cuarto y se fue riendo y corriendo a calentarse al amor de la lumbre.
Los ancianos se quedaron asombrados a la vista de la visitante, y apenas si la sorpresa les permitía articular ni una palabra. Y cuando pudieron hablar otra vez y empezaron a hacer preguntas a la hermosa niña, su admiración fue todavía mayor, pues no sabía nada de quiénes eran sus padres, ni del lugar de donde venía, y sólo repetía, una y otra vez, que se había caído al lago y que se llamaba Ondina.
Parecía como si la Providencia hubiera mandado esta niña para reemplazar a la que se había ahogado, así es que el pescador y su esposa la recibieron cariñosamente. Pero aunque la amaban tiernamente y hacían muchos sacrificios por ella, les causaba a menudo muchísima ansiedad; pues siempre que soplaba el viento y caía la lluvia, siempre que relampagueaba o tronaba, siempre que los ríos bajaban aterradores y las olas del mar levantaban montañas de espuma, la pequeña Ondina levantaba la aldaba de la puerta de la cabaña y corriendo bajo la tempestad palmoteaba y cantaba de alegría, diciendo que le gustaba más aquel espectáculo que lavar, coser y guisar.
Algunas veces no se portaba bien con la esposa del pescador y otras enojaba mucho a éste. Pero aunque se mostraba así, ingrata y descortés, nunca era rencorosa o intratable. La terquedad de su carácter, no la maldad, la llevaba a hacer enfadar a sus padres adoptivos.
Ondina se iba convirtiendo en una hermosa doncella, cuando llegó a la cabaña del pescador un noble caballero que se había perdido en el bosque.
Se llamaba Hildebrando y venía de tomar parte en un torneo, en el que una orgullosa dama lo había tratado desconsideradamente. Estaba triste y melancólico, viendo que su amor a Berta ya no tenía esperanza, y pensando cómo podía ser que una dama tan hermosa lo hubiera tratado tan mal. Pero, a pesar de que la tristeza ensombrecía su rostro, Ondina juzgó que no había visto nada tan bello en el mundo como este joven caballero.
Sentóse a sus pies en un taburete, mirándolo a la cara y escuchando su voz. Después, asiéndole la mano, se la besó. Para ella era aquel joven algo más grande y hermoso que la tempestad y el rugido de las olas.
El caballero no se cansaba de admirar tan singulares demostraciones. Hizo algunas preguntas al pescador y se enteró de su historia. “Quizás es la hija de algún noble”, pensó el joven. Ondina le habló de los vientos y las nubes, de la lluvia y la tempestad, y llevó al joven a visitar lugares de gran belleza, pero de una terrible soledad en aquellos desiertos parajes. Lo llevó al bosque encantado, y montada en el caballo del joven le hizo ver hermosas y mágicas cosas. Cuanto más la trataba el caballero, más sentía el encanto irresistible de esta extraña doncella. Por fin, se enamoró tan perdidamente de Ondina, que le propuso casarse con ella, y se convino en que pronto se celebraría la boda.
Y ahora debemos explicar la historia verdadera de Ondina. Cuando la hija del pescador cayó al lago, las hadas acordaron dar al matrimonio otra hija, y les enviaron a Ondina. Era una ninfa del lago, y como los demás seres de esta clase, no tenía alma. Su padre quería que la tuviera y con este objeto la envió para que se convirtiera en ser humano.
Cuando el cura fue a casarla, sorprendido de sus maneras extrañas, habló seriamente con ella acerca del alma. Al principio ella sólo contestó riendo, pero después de oír las plegarias del sacerdote, dijo:
-El alma debe de ser algo muy bello, pero muy terrible al mismo tiempo. Decid, padre, ¿no sería mejor no recibir nunca prenda tan preciada y maravillosa?
La hermosa doncella, que tan enamorada estaba de la Naturaleza, consideraba que tener alma sería algo espantoso en su vida. Podría ser una gran ganancia, pero era también una gran pérdida; sería inmortal, pero primeramente había de probar la copa del dolor humano y la pena mortal. No obstante, tan grande era su amor por Hildebrando, que se arrodilló humilde ante el sacerdote, y al orar se convirtió en ser humano.
Su naturaleza pareció haber cambiado repentinamente. Se tornó agradecida para con sus padres adoptivos. Su terquedad se convirtió en grande e inexpresable ternura. Era amable y servicial para con el pescador y su esposa. Demostró a su marido lo profundo de una naturaleza en la que el amor lo era todo.
Durante algún tiempo fue feliz en extremo, pero un día que iban de viaje para visitar el castillo de Hildebrando, con sus padres adoptivos, se detuvieron en el de otro gran señor, cuya hija adoptiva era la orgullosa Berta, a quien antes amaba Hildebrando. Ondina supo por revelación que esta Berta era la hija de los pescadores, que había caído al lago. Un día. se puso a cantar una hermosa canción referente a los padres verdaderos de Berta y ésta derramó copiosas lágrimas de emoción.
-¡Oh, Ondina! -exclamó Berta-, dime dónde están mis padres para que yo pueda verlos y amarlos. Pero cuando Ondina replicó -Querida Berta, éstos son tus padres-, la orgullosa damisela juró que ella no podía ser la hija de unos pescadores, pero unas señales que tenía en sus hombros y pie probaron que efectivamente lo era, y entonces rompió a llorar de rabia, avergonzada de su humilde linaje.
Ondina sintió compasión por aquella orgullosa muchacha y logró persuadir a Hildebrando a que la invitara a su castillo. Llegados a éste, Berta se propuso renovar el amor de Hildebrando, y finalmente logró que el esposo tratara cruelmente a su mujer.
La pobre Ondina avisó a Hildebrando de que, en el caso de seguir así, ocurriría algo espantoso.
Pero Berta cada día predisponía más a Hildebrando en contra de su esposa. Por fin, un día que iban embarcados navegando por el río Danubio, Hildebrando se encolerizó más que nunca contra su esposa.
-¡Ay, mi dulce amor! ¡Adiós! -exclamó Ondina y desapareció por un costado de la embarcación. Las olas empezaron a susurrar: “¡Ay de ti! ¡Ay de ti! Sé fiel. ¡Ay de ti!”
Después de haber transcurrido algún tiempo desde la desaparición de Ondina, Hildebrando casó con Berta. La ceremonia nupcial fue, sin embargo, muy triste. Hildebrando se retiró muy temprano a sus habitaciones. Cuando estaba contemplándose ante un espejo, oyó un golpecito en la puerta que le recordó cuando Ondina entraba en la estancia; después oyó una voz. Entonces vio en el espejo cómo se abría la puerta muy despacio y una figura blanca se deslizaba en la habitación. Él no se atrevía a mirar la figura excepto en el espejo.
-Has de morir -dijo una voz.
-¡No me hagas volver loco de terror! -exclamó Hildebrando-. Si bajo este velo escondes un rostro terrible, no lo levantes, mátame antes que yo lo vea. Pero el velo se levantó, descubriendo el rostro perfectamente bello de Ondina. Entonces él se desvaneció en sus brazos, y mientras ella lo besaba, expiró de dolor.
Cerca de la tumba de Hildebrando brotó una fuentecita de argentinas aguas, y la gente dice que es Ondina, la ninfa del lago, que aún sostiene a su marido en sus brazos amantes.
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