Fundación de un reino
No bien había el rey Arturo subido al trono y prometido al pueblo un reinado de paz, cuando varios monarcas que habian jurado no reconocer nunca al nuevo rey, elegido como por arte de magia, reunieron sus ejércitos y le declararon la guerra. De esta manera el bondadoso monarca que ansiaba la paz de sus súbditos, viose obligado a empuñar las armas. Dos buenos reyes galos, Ban y Bors, acudieron en su ayuda: con ellos combatió a sus enemigos, y los derrotó en fiera batalla. Mas no por esto pudo consagrarse a labrar el bienestar de su pueblo, pues Ban y Bors, amenazados a su vez por otros enemigos, le suplicaron enviase un ejército a la Galia en su auxilio. Partió, pues, el rey Arturo a luchar al lado de sus aliados; y cuando terminó aquella guerra y tornó a su país, su alegría fue extrema. Sin embargo, un profundo sentimiento de tristeza se apoderó de él al contemplar el estado en que yacía su reino. La guerra había convertido su suelo en un inmenso erial; los matorrales habían invadido las cultivadas campiñas; enmarañados zarzales y malas hierbas ahogaban los jardines; ruinas eran las hermosas granjas de los campesinos, y lo más desolador era que el infortunio se había apoderado de los ánimos de las gentes, las cuales, rechazando todo principio moral, hacían una vida violenta, maligna y casi bárbara.
Los bosques ocultaban cuadrillas de bandoleros, y la mano del asesino se levantaba detrás de cualquier matorral.
Contemplaba el rey Arturo este siniestro cuadro con acerbo dolor, mas sin desmayo. No se le ocultaba que hay en el hombre un fondo de bondad, al cual se puede acudir con segura confianza. Así, pues, su primer paso fue proclamar un reinado de amor y de justicia: abrió anchos caminos en los enmarañados bosques, exhortó al fuerte a la defensa del débil e invitó a todo aquel que le llamaba rey a que respetase a los pobres de espíritu y en especial a las mujeres y a los niños.
Tan humanitarios consejos agradaron a los campesinos; y el suelo no tardó en mostrarse sonriente a las solicitudes de los agricultores. Por desgracia no faltaba quien siguiera ejerciendo la violencia ni dejaban de pulular vagabundos que robaban y asesinaban a mansalva.
Enamoróse por entonces el rey de la bella princesa Ginebra, hija única del rey Leodegran, y poco después celebráronse sus bodas en Canterbury. En las fiestas nupciales instituyó la orden de la Tabla Redonda, sentando alrededor de una mesa circular a todos los nobles y valientes que sintieran celo por proteger al débil y castigar a los opresores y tiranos. Fue el más cumplido de todos el caballero Lanzarote, a quien el rey hizo sentar a su lado.
La historia de la mesa redonda en torno de la cual estaban sentados aquellos caballeros, es la siguiente: el sabio encantador Merlín la había hecho para Pendragón, supremo caudillo de los bretones, y a la muerte de éste pasó a poder del rey Leodegran.
Cuando su hija, la princesa Ginebra, se dirigió a Canterbury, Leodegran envió al joven rey aquella mesa de gran tamaño, en testimonio de su afecto y benevolencia.
Al fundar con gran pompa y lujoso ceremonial la citada orden de la Tabla Redonda, armó el rey Arturo a sus nobles guerreros caballeros, declarándolos cruzados, siervos de Cristo; aconsejóles que se reputasen soldados de tan excelso Caudillo y les explicó el fin de la institución caballeresca, que no era otro sino gobernar el país por la justicia y la hidalguía. Irían por doquier vigilantes y armados; cabalgarían por todo el país castigando al tirano y al malhechor, prestando ayuda al desvalido y menesteroso, socorriendo al débil y al indefenso y ganando los corazones de todos los hombres para Cristo y el rey.
De ese modo, con el favor y ayuda de Dios, la paz reinaría en el país, y sobre él, a no dudarlo, lloverían las bendiciones del cielo.
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