EL REGRESO DE RIP VAN WINKLE
Al aproximarse Rip van Winkle al pueblo, después de su largo sueño, encontró a varias personas, pero como no conoció a ninguna no pudo menos que sorprenderse. Los trajes que vestían eran también diferentes de los que él estaba acostumbrado a ver. Aquellas gentes lo miraban dando las mismas muestras de admiración, y Rip observó que cuantos lo veían llevábanse luego invariablemente la mano a la barbilla y boca, como para contener la risa. La constante repetición de aquel gesto indújole involuntariamente a imitarlos, y entonces echó de ver, con la consiguiente sorpresa, que la barba le había crecido treinta centímetros.
Había entrado ya en los ejidos del pueblo, donde un grupo de chicuelos comenzaron a correr tras él con algazara, señalando su barba gris. El mismo pueblo había cambiado; era mayor y más populoso; había calles completamente nuevas, y las casuchas que él había conocido no se veían ya. Sobre las puertas se leían letreros extraños, había rostros extraños en las ventanas..., todo era extraño.
Turbósele algo el juicio, y comenzó a pensar si él y el mundo que lo rodeaba no eran víctimas de un hechizo. Aquél era realmente su pueblo natal del que había salido el día anterior; allí se erguían las montañas de Catskill, por allí fluía el plateado Hudson; collados y cañadas, campos y bosques estaban donde siempre estuvieron.
Rip quedó dolorosamente perplejo.
“Aquel fresco de anoche, pensó, me ha trastornado la cabeza.”
Con cierta dificultad pudo llegar hasta su propia casa y se acercó a ella con temor de oír de un momento a otro la chillona voz de la señora Van Winkle. Halló la casa en ruinas, hundido el techo, desvencijadas las ventanas, fuera de quicio las puertas. Un perro medio muerto de hambre que se parecía a un lobo merodeaba por allí. Rip lo llamó, pero el perro gruñó, mostró los dientes y siguió adelante. Aquello hirió en el alma a Rip: -¡Hasta mi perro -suspiró- se ha olvidado de mí!
Entró en la casa que, para no faltar a la verdad, siempre había estado muy limpia bajo el cuidado de la señora Van Winkle, pero que entonces se hallaba vacía, desolada y abandonada, al parecer. La desolación superó a cuanto él temía, y lleno de espanto llamó a grandes gritos a su esposa e hijos; en las solitarias habitaciones repercutió por un momento el eco de sus gritos, y después volvió a reinar el silencio.
Marchó rápidamente hacia el lugar donde antiguamente solía reunirse con sus amigos, la taberna del pueblo; pero también había desaparecido. En su lugar había un gran edificio de madera desvencijado, con grandes ventanas abiertas, algunas de ellas rotas y compuestas con trozos de sombreros viejos y sayas, y sobre la puerta se leía: “Hotel de la Unión, de Jonatan Doolittle”. En vez del árbol que cobijaba la antigua y tranquila taberna holandesa, se levantaba un mástil escueto, con una cosa en la punta que parecía un gorro de dormir encarnado, y en el cual ondeaba una bandera, en la que se veía una mezcla extraña de estrellas y franjas.
Todo aquello venía a ser extraño, incomprensible. No obstante, en la muestra de la taberna reconoció la roja faz del rey Jorge, bajo la cual tantas veces había él fumado pacíficamente su pipa; pero aun aquella imagen estaba extrañamente cambiada. La levita encarnada era ahora de color azul y muy engalonada a la vez; la efigie empuñaba en la mano una espada en lugar de un cetro; en la cabeza llevaba un sombrero de tres picos, y debajo, en grandes caracteres, se leía: General Washington.
Había como de costumbre grandes grupos a la puerta; pero ningún conocido de Rip, y hasta el mismo carácter de la gente parecía haber sufrido una transformación, pues en vez del habitual sosiego y calma perezosa, se notaba mucha animación y actividad.
En vano buscó Rip a Nicolás Vedder, con su ancha cara, doble barba y larga pipa lanzando bocanadas de humo en lugar de pláticas ociosas; o a Van Bummel, el maestro de escuela, comentando las noticias de un periódico atrasado. En vez de aquéllos un hombre flaco, de tez pálida, con los bolsillos llenos de billetes, estaba hablando con vehemencia de los derechos del hombre, de elecciones, diputados, libertad, de los héroes del setenta y seis, y de otras cosas que eran un absoluto rompecabezas para el asombrado Van Winkle.
La aparición de Rip, con su larga barba gris, mohosa arma, traje extraño, y una muchedumbre de mujeres y niños tras sí, atrajo pronto la atención de los políticos de taberna, que lo rodearon y examinaron de pies a cabeza con gran curiosidad. El orador se animó y, llevándolo aparte, le preguntó por quiénes votaba. Rip quedóse como quien ve visiones. Otro hombrecillo vivaracho lo asió del brazo, y alzándose de puntillas para llegarle al oído, le preguntó si era federal o demócrata.
Fuele igualmente imposible a Rip el contestar, porque no comprendió la pregunta; y en aquel momento, un señor muy tieso entrado en años se abrió camino entre la gente a codazos y se plantó ante Rip, y con una mano en la cintura y la otra en el bastón, y clavándole la vista autoritariamente, le preguntó por qué acudía armado a las elecciones y seguido de tanta canalla, y si es que pretendía amotinar al pueblo.
-¡Oh, caballero! -exclamó Rip algo amilanado-. Soy un pobre hombre pacífico, hijo del pueblo y súbdito leal del rey Jorge, a quien Dios guarde.
Un grito de general indignación brotó de los circunstantes:
-¡Es un realista, un espía, un refugiado! ¡Afuera con él! ¡Afuera con él!
Con alguna dificultad pudo el del bastón restablecer el orden, y, frunciendo el ceño, preguntó al desconocido culpable a qué fin había ido allí y a quién buscaba. El pobre hombre respondió humildemente que no intentaba hacer mal a nadie, y que había ido allí en busca de alguno de sus amigos concurrentes a la taberna.
-Bueno, ¿quiénes son? a ver, nómbralos...
Rip reflexionó un momento, y preguntó con firmeza:
-¿Dónde está Nicolás Vedder?
Siguióse un momento de silencio, y luego la cascada voz de un viejecito replicó:
-¡Nicolás Vedder! Vaya, hace diez y ocho años que murió. En el cementerio se leía su nombre en una tabla sobre su tumba; pero hasta la tabla, podrida ya, ha desaparecido.
-¿Dónde está Brom Dutcher?
-Incorporóse al ejército desde el principio de la guerra. Algunos dicen que lo mataron en la toma de Stony Point; otros aseguran que se ahogó frente al cabo Antonio. No sé qué fue de él; lo cierto es que no ha vuelto.
-¿Dónde está Van Bummel, el maestro de escuela?
-También fue a la guerra; fue un gran general de las milicias, y ahora es diputado en el Congreso.
Rip se consternó al oír semejantes cambios ocurridos en su patria y a sus amigos, y viéndose solo en el mundo. Además cada respuesta era un rompecabezas para él: la guerra, el Congreso, Stony Point. No tuvo el valor de preguntar por otros de sus amigos, pero gritó desesperadamente:
-¿Es que nadie conoce a Rip van Winkle?
-¡Oh, Rip van Winkle! -respondieron dos o tres del grupo-; claro que sí, allí está Rip van Winkle, apoyado en aquel árbol.
Rip miró y vio su fiel retrato de cuando iba a la montaña, aparentemente tan perezoso y tan desastrado como él. El pobre hombre sufrió entonces tal confusión, que dudó de su propia identidad, y si era él mismo u otro hombre. En medio aún de su espanto, el del bastón le preguntó quién era y cómo se llamaba.
-¡Dios lo sabe! -exclamó él, sin saber qué pensar-. Yo no soy yo mismo, soy algún otro... ahí está mi yo más joven... no, es otro que se ha metido en mi ropa... ¡Yo era anoche yo mismo; pero me quedé dormido en la montaña, y me han cambiado la escopeta, se han mudado todas las cosas, me he mudado yo mismo, y ni sé decir cuál es mi nombre ni quién soy realmente!
Los circunstantes empezaron a mirarse unos a otros de un modo muy significativo, con repetidos guiños y llevándose el índice a la frente. Murmuraron algunos que debían quitarle la escopeta y vigilar que el viejo no hiciese daño a nadie; a la simple mención de lo cual el del bastón se retiró precipitadamente. En aquel crítico momento una mujer joven y amable se acercó al corro para ver al hombre de la barba gris. Llevaba en brazos un niño regordete, que espantado ante el aspecto del hombre, comenzó a llorar ruidosamente.
-Calla, Rip, calla, corazón mío; el viejo no te hará nada.
El nombre del niño, el aire de la madre, el tono de su voz, todo junto suscitó un mundo de recuerdos en la mente atormentada del pobre Rip, por lo cual preguntó:
-Buena mujer, ¿cómo se llama usted?
-Judit Gardenier.
-¿Y su padre?
-Ah, pobrecito, se llamaba Rip van Winkle, pero hace ya veinte años que salió de casa con su escopeta y no se ha vuelto a saber de él. Su perro volvió solo, y en cuanto a él ignórase si se pegó un tiro o se lo llevaron los indios. En aquel entonces yo era muy pequeñita.
Rip no tenía ya sino una pregunta que hacer, pero la pronunció con voz entrecortada.
-¿Dónde está tu madre?
-Murió al poco tiempo, pues se le rompió una arteria en una acalorada discusión con un buhonero de Nueva Inglaterra.
Al fin Rip recibía una gota de consuelo con tal noticia; así es que tomó entre sus brazos a su hija y nieto y los besó repetidas veces.
-Yo soy tu padre -gritó-; antes el joven Rip van Winkle, ahora el Rip van Winkle viejo. ¿Nadie conoce al pobre Rip van Winkle?
Todos quedaron sorprendidos, hasta que una anciana, abriéndose paso por entre el corro, llegó frente a Rip, le miró detenidamente al rostro y exclamó con seguridad:
-Ciertamente, es Rip van Winkle, es él mismo. Bienvenido, viejo vecino: ¿Dónde habéis estado estos últimos veinte años?
La historia de Rip pronto estaba contada, porque los veinte años no habían sido para él más que una noche. Los vecinos se admiraron más al oírlo, y algunos volvieron a repetir sus intencionados guiños.
Determinaron preguntar su opinión a Pedro Vanderdonk, quien entonces se dirigía hacia ellos lentamente calle arriba y era descendiente del historiador del mismo nombre, que fuera autor de las primitivas crónicas de la provincia.
Pedro era el más anciano de los habitantes de la región y estaba muy versado en todos los sucesos maravillosos y tradiciones de ella. Se acordó al punto de Rip, y del modo más satisfactorio corroboró su narración, pues dijo ser cosa probada, y dejada escrita por su pariente el historiador, que las montañas de Catskill habían estado siempre habitadas por seres extraños; que se afirmaba que el gran Enrique Hudson, primer descubridor del río y del país, celebraba allí cada veinte años una especie de velada con su tripulación del navío Medialuna, y que le estaba permitido, a su manera, visitar nuevamente los lugares donde se habían desarrollado las escenas de su empresa y vigilar el río y la gran ciudad que llevan su nombre; y que su padre los había visto una vez, vestidos con sus antiguos trajes holandeses, jugar a los bolos en una hondonada de la montaña.
Para acabar, diremos que se deshizo el corro; los hombres volvieron a los más importantes cuidados de la elección, y la hija de Rip se llevó a éste a su casa a vivir con ella. Tenía una casa cómoda y bien amueblada, y su marido era un granjero recio y alegre. del cual se acordaba Rip, pues se había contado entre los galopines que acostumbraban a trepar por sus espaldas. El hijo de Rip, su hijo y heredero, a quien hemos presentado reclinado en el árbol, fue empleado para trabajar en la granja de su cuñado, pero demostró una disposición hereditaria para cuidarse solamente de sus negocios. Rip reanudó sus antiguos paseos y costumbres. Pronto encontró a varios de sus antiguos camaradas, pero como estaban avejentados, prefirió formarse nuevas amistades de la nueva generación, entre los cuales gozó de gran favor.
Como en casa no tenía nada que hacer, y había llegado a la edad en que el hombre puede impunemente estar ocioso, tomó de nuevo su puesto en el banco frente a la puerta de la posada, donde era reverenciado como uno de los patriarcas del pueblo, crónica viviente de los tiempos “anteriores a la guerra”.
Solía referir su historia a cuantos forasteros llegaban al hotel de mister Doolittle. Los antiguos habitantes holandeses la creían casi todos.
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