EL CUENTO DE BOB SINGLETON
¿Por qué viene usted siempre a residir a esta pequeña aldea de Islington después de cada viaje, capitán Singleton? -preguntó María, linda hija del mesonero-. Por lo que veo, usted no tiene amigos aquí; puesto que no es razonable suponer que lo sean esas gitanas y mendigas con quienes pasa el tiempo de charla.
-Tienes razón; no son amigas mías, María -respondió el capitán, hombre alto y distinguido, de cara bronceada y ojos azules-; son enemigas en cierto sentido. Tráeme, muchacha, otro jarro de sidra, y te contaré la historia de mi vida, si quieres escucharme.
María estaba muy deseosa de oírla, porque hacía unos quince años que el capitán venís, siempre al mesón de Islington después de cada travesía; y nadie podía averiguar qué atraía a este lugar al solitario y pensativo navegante. María, tierna y sencilla muchacha de 18 años, trajo la sidra y se sentó en una silla al lado del capitán, quien encendió la pipa, echó unas cuantas bocanadas, y empezó su relato de esta manera:
“Bob Singleton no es mi verdadero nombre y no puedo decirte cuál es, porque ni siquiera conozco el lugar de mi nacimiento; pero pienso que vine al mundo el año 1680, y por tanto, ahora tengo cuarenta años.
-Pues no los representa usted -dijo María.
-No hay cosa alguna como el navegar -repuso Singleton- para conservar a un hombre en buen aspecto y sano, pero sigamos con mi historia. Mis padres, quienesquiera que fueran, debieron de haber sido ricos, porque cuando contaba unos dos años, tenía una niñera que me cuidaba con mucho cariño.
“Una tarde de verano me trajo a estos campos de Islington para dar un paseo y encontró a un joven, que era su novio. Entraron en un mesón, sin duda en este propio lugar, y se sentaron para cenar, después de dejarme fuera jugando.
“Mientras corría yo alegremente por los campos, echándome sobre el césped y cogiendo flores, una gitana se me acercó y, tomándome en sus brazos huyó conmigo a Londres, donde fui vendido por 3 pesos oro a una mendiga que necesitaba una linda criatura para llevarla consigo y mover a compasión a la gente a quien pedía limosna.
-Ahora comprendo por qué frecuenta usted el trato de los gitanos -dijo María-. Usted quiere hallar a la mujer que lo robó y ver si ella puede darle referencias de sus padres.
El capitán Singleton asintió con un movimiento de cabeza.
“Aquella mendiga era a su modo una buena persona -continuó-. Me trataba con mucha bondad y hacía que no me faltase nada, y debo de haber recorrido con ella toda Inglaterra.
“Estaba acostumbrado a tenerla por mi verdadera madre, y en una ocasión en que cayó enferma de gravedad, me contó cómo había sido robado por una gitana, y vendido por 3 pesos oro. Desgraciadamente, no sabía nada acerca de mis verdaderos padres, y cuando murió en Bussleton, cerca de Southampton, quedé solo en el mundo, sin abrigo ni sustento, ni amigos.
“Entonces era yo un mozalbete de unos 12 años, harapiento, y he de añadir, muy delgado y de aspecto famélico. En este mundo, María, hay gente buena, como hay gente mala. Aconteció que el armador de un navío me vio pedir limosna en la calle, y tomándome consigo me llevó a Terranova.
“Te aseguro que trabajé como un negro para contentar a mi buen amo. Hice cuatro viajes con él, y a causa del ejercicio y del buen trato, a los quince años era yo un mocetón fornido. Pero cuando volvíamos de los bancos de Terranova, capturó a nuestro barco un navío conducido por piratas argelinos.
-¿Hubo combate? -preguntó María.
-Sí -contestó el capitán-, y mi patrón cayó muy mal herido. De mí cuidaron muy bien los piratas, y aunque entonces no se me alcanzaba la razón de su conducta, ahora sé que, viéndome hermoso y fuerte, esperaban venderme a subido precio como esclavo. Por fortuna me escapé de tan triste suerte, porque los piratas pusieron a remolque nuestro buque e hicieron rumbo hacia Argel; mas, frente a Cádiz fueron atacados por dos navíos de guerra portugueses, apresados y conducidos a Lisboa.
-Se alegraría usted mucho, al verse libre ele los piratas moros -dijo María.
-Mi liberación no fue muy envidiable -replicó tristemente el capitán Singleton-. Mi amo murió de sus heridas en Lisboa y yo quedé en situación más angustiosa que en Bussleton, porque no sólo carecía de hogar y perecía de necesidad en aquella tierra extraña, sino que no sabía hablar una palabra del idioma del país.
“No obstante, quedábame un fiel amigo: el perro que a bordo llevaba mi pobre amo, animal inteligente que durante algún tiempo robó carne no sé de dónde y me la llevó, con lo cual me pude sustentar. Por fin, habiendo empezado a chapurrar el portugués, me embarqué como marinero en un gran galeón que salía para las Indias Orientales.
-Pero ¿por qué no procuró usted volver a Inglaterra? -interrogó María.
-Ansiaba ver mundo -repuso Singleton-. Además, en Inglaterra no tengo amigos, ni cosa alguna. Al dejar Lisboa vi más mundo del que hubiera deseado. No llegué a las Indias Orientales, porque la tripulación se amotinó y se apoderó del gobierno del buque y lo hicieron zozobrar al querer penetrar en una bahía de la costa de Mozambique, donde pensaban establecerse como piratas.
“Mozambique se halla en la costa oriental de África, frente a Madagascar -continuó el capitán Singleton-y está habitado por negros salvajes. En la bahía desembocaba un río tan ancho como el Támesis por Grevesend. Llenamos nuestros botes con armas y provisiones, y navegamos río arriba unas dos millas hasta llegar a una gran cascada. Allí desembarcamos, nos repartimos la pólvora y balas, únicos medios de procurarnos el sustento con la caza, y empezamos una marcha de tres mil kilómetros por un continente desconocido.
- ¡Sería terrible! -exclamó María.
-Horroroso -replicó el capitán Singleton-. A veces los indígenas se reunían en grandes masas para cerrarnos el paso; y si podíamos seguir adelante, era porque, como nunca habían oído el estampido de las armas de fuego, fácilmente se aterrorizaban de nuestros disparos. En un vasto desierto estuvimos a punto de perecer de sed, y tuvimos que gastar mucha pólvora, tan preciosa para nuestro sustento, en defendernos de las fieras que allí pululaban.
“Sin embargo, pronto olvidamos todos nuestros trabajos y fatigas cuando llegamos a orillas de un gran río que, como luego supimos, pasaba junto a una colonia holandesa en la Costa del Oro. Las arenas de la orilla del río estaban llenas de oro, y allí nos entretuvimos tres meses ocupados en el beneficio de este precioso metal. Cuando tuvimos cada uno como unas quinientas libras de valor, construimos una balsa y sobre ella navegamos por el río durante once días, hasta llegar a la colonia holandesa, donde me separé de los portugueses. Marché a Cape Coast Castle y tomando allí pasaje para Inglaterra, con el oro que llevaba compré un hermoso barco, que es el que aún poseo.”
-Ha tenido usted una vida rica en aventuras -dijo María sonriendo dulcemente-, y sin duda se ha enriquecido usted. Con todo, capitán Single-ton, no parece usted dichoso.
-Porque me encuentro muy solo -replicó el capitán tomando la mano de la joven-. María, amada María, ya he desistido de buscar a mis padres, porque comprendo que he encontrado todo lo que necesito para ser un hombre feliz.
-¿Qué es ello? -preguntó María.
Tres semanas más tarde todo Islington supo lo que era, cuando el capitán Singleton y María se casaron en la preciosa y antigua iglesia del pueblo.
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