EL PRÍNCIPE POBRE


Había una vez un príncipe muy pobre que poseía un reino, que aunque muy pequeño, era lo suficientemente extenso para invocarlo como título para concertar un matrimonio ventajoso; y por entonces el príncipe resolvió casarse.

Demasiado atrevimiento suponía en él preguntar a la hija del emperador si lo quería por esposo; pero decidióse a hacerlo, porque la fama de su nombre se extendía por todas partes.

Dábase el caso de que en el lugar donde yacía enterrado el cadáver del padre del príncipe había crecido un espléndido rosal, que sólo florecía una vez cada cinco años, y aun en estas ocasiones sólo daba una rosa, pero una rosa magnífica que exhalaba un aroma tan suave y exquisito que todo el que aspiraba su fragancia olvidaba por completo sus tristezas e inquietudes, por grandes que fueran.

Poseía además el príncipe un ruiseñor cuyo canto era tan armonioso que no parecía sino que en su garganta se albergaban todas las más hermosas melodías de la tierra.

Nuestro príncipe tomó el acuerdo de ofrendar a la princesa estas dos inapreciables rarezas para demostrarle su amor, y, al efecto, encerrólas en dos preciosos cofres de plata y envíeselas a su amada.

Hízolas el emperador llevar a un amplio salón donde se hallaba su hija jugando con las damas de la corte, y al ver la princesa los cofres empezó a batir palmas en señal de regocijo.

Pero, abierto el primero, apareció el hermoso rosal con su magnífica rosa, y cuando lo vio la princesita, fue tal su contrariedad y tan grande su desilusión, que estuvo a punto' de romper a llorar amargamente.

-¡Qué contrariedad, padre mío! -dijo toda compungida.

-Vamos a ver qué contiene el otro cofre -propuso el emperador.

Abierto el segundo, salió de él el ruiseñor, y comenzó a cantar de un modo tan suave y melodioso, que todos quedaron encantados al oírlo... todos menos la princesa.

-Supongo que no será un pájaro verdadero -dijo ésta.

-Sí que lo es -respondieron los que lo habían traído.

-En ese caso, soltadlo -replicó la princesa, y negóse en absoluto a ver al príncipe.

No por esto perdió éste todas sus esperanzas. Embadurnóse el rostro con cieno, encasquetóse el sombrero hasta las orejas y llamó a la puerta del palacio del emperador.

-¡Dios otorgue muy buenos días a Vuestra Majestad Imperial! -le dijo-.Hay para mí algún empleo en palacio? Necesito trabajar.

-Sí; casualmente -contestó el emperador-; necesito una persona que cuide los numerosos cerdos que poseo.

Y el príncipe fue nombrado porque

rizo imperial.

Pasóse el día entero trabajando en un inmundo cuartucho contiguo a la pocilga, que para su morada le asignaron; y a la caída de la tarde, había ya terminado una linda cacerola, adornada con unas campanillitas que a su alrededor colgaban; y cuando se la ponía al fuego y hervía su contenido, sonaban aquéllas alegremente, tocando una antigua melodía.

Pero la propiedad más curiosa de tan extraña cacerola era que. si una persona cualquiera introducía el dedo en el vapor que de ella se escapaba, y después se lo acercaba a la nariz, olía todos los guisos que se estaban cocinando en todos los fogones y hornillos de la ciudad.

Por fortuna ocurrió que la princesa, en su cotidiano paseo, acertó a pasar por delante del cuarto del porquero, y al oír la antigua tonada, paróse sorprendida, porque era la única pieza de música que sabía.

-¡Oíd -exclamó-, es mi pieza! Ese porquero debe de ser persona instruida y bien educada. Preguntadle cuánto quiere por ese instrumento.

Entró una de las damas y le dijo:

-Oye, porquerizo: ¿cuánto quieres por esta cacerola?

-Diez besos de los labios de la princesa -le contestó el porquero.

-¡Vaya un descaro! -replicó la dama indignada.

-¿Qué dice? -preguntó la princesa.

-Me es imposible repetírselo a Vuestra Alteza -contestó la dama-, porque es una cosa mala.

-Pues dímelo al oído.

Y la dama repitió las palabras del

porquero al oído de la princesa.

-Es un desvergonzado -dijo ésta, y prosiguió su paseo.

Pero cuando hubo dado unos cuantos pasos más empezaron a sonar las campanillas de un modo tan armonioso, que se detuvo otra vez.

-Pregúntale -dijo a la dama-, si quiere por ella diez besos de mis compañeras.

-No, gracias -contestóle el porquero-; diez besos de la princesa, o me quedo con mi cacerola.

-No será así ciertamente -dijo al fin la princesa-; pero colocaos todas delante de mí, para que nadie nos vea.

Las damas de '.a corte colocáronse delante de ella y extendieron sus vestidos para cubrirla bien; y el porquero obtuvo sus besos, y la princesa, su cacerola.

Aquello fue una delicia. La cacerola estuvo hirviendo al fuego durante toda la noche y todo el siguiente día, y no hubo nadie en palacio que no se enterara de lo que estaban cocinando cada una de las casas del pueblo, desde la del chambelán hasta la del último remendón. Las damas de la corte bailaban y palmoteaban de júbilo y satisfacción.

-Ahora sabemos -decían entusiasmadas-, quién come sopas hoy y quién pasteles; quién chuletas y quién huevos. ¡Que interesante es esto!

Entretanto el porquero -es decir, el príncipe, que como sabemos de tal se había disfrazado-, no dejaba pasar día sin trabajar en cierto artefacto; hasta que por fin terminó una especie de sonajero que, cuando se le hacía girar, tocaba todas las clases de valses y bailes populares imaginables.

--Eso es una maravilla -dijo la princesa, que acertó a oírlo al pasar-. Preguntadle cuánto quiere por ese instrumento.

-Cien besos de los labios de Vuestra Alteza -volvió diciendo la dama que entró con el recado de su señora.

-Creo que no está en su juicio -exclamó la princesa, y prosiguió su paseo. Pero a los pocos pasos detúvose de nuevo, diciendo:

-Tenemos el deber de alentar a los artistas. Decidle que le daremos por él diez besos míos y diez de cada una de vosotras.

-¡Es que nosotras no estamos dispuestas a dárselos! -exclamaron las damas a coro.

-¡Qué estáis diciendo! -exclamó la princesa indignada-. Si puedo dárselos yo, ¿no habéis de podérselos dar vosotras?

Las damas tuvieron, pues, que entrar por segunda vez en el cuarto del porquero a hacerle la nueva proposición.

-¡Cien besos de los labios de la princesa! -repitió inalterable el porquero.

-Poneos a mi alrededor -ordenó aquélla.

Y las damas se colocaron en torno de la princesa, cubriéndola con sus vestidos, mientras la besaba el ingenioso porquero.

-¿Cuál puede ser la causa de aquel amontonamiento de gente al lado de la pocilga? -dijo el emperador que acertó a asomarse entonces a uno de los balcones de palacio-. ¡Voy yo mismo a ver qué ocurre!

Bajó al jardín, y, andando de puntillas, acercóse sin ruido al grupo que formaban las damas; y tan embebidas se hallaban éstas en la interesante tarea de contar los besos que su señora y el porquero se daban, que no pudieron advertir -la inesperada llegada del emperador.

-¿Qué significa esto? -dijo el soberano al ver lo que estaba pasando.

Y descargó un fuerte golpe con una de sus zapatillas, en la mejilla de la princesa, en el momento de recibir ésta el beso número ochenta y seis.

-¡Largo de aquí! -rugió el emperador, ciego de cólera.

Y princesa y porquero fueron ex

pulsados de la ciudad.

-¡Ay de mí! -exclamó la princesa desolada-, ¡por qué no me casaría yo con aquel príncipe tan guapo! ¡Qué desgraciada soy!

Entonces el porquero escondióse tras un árbol, se lavó el cieno que le cubría el semblante, despojóse de sus harapientos vestidos y se mostró con su traje principesco, tan noble y arrogante, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante su gallarda presencia.

-¡Merecido tenéis lo que os sucede! -dijo el príncipe-. No quisisteis recibir como esposo a un príncipe noble y honrado; no supisteis apreciar en su verdadero mérito la rosa y el ruiseñor; ¡y no habéis tenido reparo en prodigar vuestros besos a un inmundo porquero a cambio de una despreciable baratija!

Y el príncipe pobre giró sobre sus talones y partió solo en dirección a su reino.


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