EL AMO DEL CUERPO
Entramos ya en la historia de nuestra propia vida, la cosa más interesante y maravillosa del mundo. Hasta ahora hemos estudiado la historia de nuestro cuerpo, las partes que en él vemos y conocemos y sentimos. Pero nuestro cuerpo es un criado y ahora vamos a estudiar a su amo. Cogemos una pluma para escribir, pero la mano obra obedeciendo a su amo, la mente. ¿Qué es la mente? Ni los hombres más sabios que en el mundo han vivido han sido capaces de entender la mente de un niño. La mente es la que sabe todo cuanto sabemos, y sin embargo, sabemos de la mente misma menos que de las cosas que ella sabe: una cosa sabemos de la mente y es que sin ella no sabríamos nada.
Desde luego observamos con respecto a la mente que ésta es algo real; pero que no puede asirse, porque no es una parte del cuerpo. Una parte del cuerpo, cualquiera que sea. aun los nervios y las regiones más elevadas del cerebro mismo, pueden verse, tocarse y cortarse, porque el cuerpo es una cosa material, tan material como una roca sólida y dura, o un pedazo de tierra.
Ahora bien, si tomamos un pedazo de roca y la pesamos y la examinamos químicamente y por todos los medios que un objeto material puede ser examinado, habremos aprendido todo cuanto hay que aprender de una roca. Pero sabemos muy bien que si examinásemos nuestros cuerpos como se examina una roca, echaríamos de menos un hecho de inmensa importancia para ellos: el hecho de la sensación, que no existe en la roca.
Casi todas las cosas, y lo creemos sin esfuerzo alguno, las podemos ver y tocar; pero requiere gran trabajo mental el darnos cuenta de que hay grandes realidades invisibles e impalpables, enteramente diferentes de aquellas otras. Una realidad de esta especie es la visión de esta página, que estamos leyendo en este momento. El ojo y el cerebro no son la visión; son sencillamente órganos e instrumentos de ella. Ver es otra cosa. Ya podemos examinar, si queremos, el ojo y el cerebro, sirviéndonos del microscopio y de tubos de ensayo, pero por mucho que buscáramos, nunca encontraríamos la visión, aunque el examen durase miles de años. Todos sabemos lo que queremos decir cuando decimos, por ejemplo, veo una rosa. Ahí, dentro de mí mismo, se ha formado la imagen de una rosa que está fuera de nosotros, y en esta imagen nos damos cuenta de la rosa con su forma y su color. La piedra, por más que la golpeen, no se da cuenta de nada, aunque si mucho la golpean se partirá en pedazos; el árbol, al que practicamos una incisión profunda, no se da cuenta de lo que le hicimos, aunque la incisión pueda ser nociva para su vida y pueda, en consecuencia, causarle la muerte. Pero, si nos golpean a nosotros o nos hacen una incisión profunda, no solamente nos hacen un daño sino que nos damos cuenta de lo que nos sucede, sentimos dolor. Es decir, tenemos conciencia de las cosas, nos damos cuenta de ellas. Cuando entramos en contacto con seres que se dan cuenta de las cosas y con fenómenos de este género, estamos en un mundo nuevo, muy distinto del mundo físico, hecho de materia, éter y movimiento y energía.
Ver, sentir, imaginar, llenarse de bienestar y alegría en la mañana del campo bañada de sol, llorar con el alma cargada de pena: todos son actos distintos, y no se confunden el uno con el otro; pero todos tienen algo en común, a saber, que en ellos nos damos cuenta de las cosas; todos nos dicen algo a su manera, todos nos iluminan, con luz de claridad como la alegría o con luz de medianoche como el dolor. Por esto los sabios, para subrayar este carácter común y distinguirlos de los hechos físicos, químicos, fisiológicos, han buscado un nombre que los abarque a todos, y los llaman actos, hechos, vida psíquica o vida anímica, usando dos palabras, una proveniente del griego y otra del latín, que significan lo mismo, es decir, lo que se refiere o pertenece al alma. Algunos llaman al conjunto de estos actos, actos mentales o mente, aunque impropiamente, pues en castellano mente y mental designan sólo la vida del entendimiento. El error mayor es creer que el mundo real es el mundo de la materia, del éter y del movimiento, y que todas las cosas, sentimiento y sensación, pensamiento y voluntad, tienen como última explicación a la materia, y, fuera de ella, carecen de significación. Tal es la doctrina del materialismo, estado por el cual pasan muchas personas cuando empiezan a pensar; pero si continúan pensando, tarde o temprano acaban por abandonar semejante teoría.
Por consiguiente, debemos comprender que, cuando estudiamos la sensación, estudiamos algo que es más importante, más maravilloso y real que todo cuanto hemos estudiado, así en la Historia de la Tierra, como en el Libro de nuestra vida. Porque, en efecto, basta pensar un momento para ver que cuanto sabemos, o creemos saber, del mundo exterior y de nuestros propios cuerpos nos es conocido merced a los sentidos.
Si éstos no fueran reales o no fuesen fidedignos, nada sabríamos de lo que creemos que sabemos, ni jamás podríamos saber nada. Es más, la verdad es que el mundo maravilloso de lo que los hombres piensan, quieren y sienten permanecería velado para nosotros. En efecto, no podemos salir de nosotros mismos y entrar en los demás para ver lo que quieren, piensan y sienten, como entramos en la casa del vecino. Para ello es necesario que nuestros sentidos nos cuenten que otras personas obran como obramos nosotros y dicen palabras que oímos.
Entonces, la vida más íntima del hombre, el mundo recóndito de sus pensamientos, sus amores y sus quereres se hacen luminosos y transparentes, se hacen conciencia en nosotros cuando penetran en nuestra casa por la humilde puerta de los sentidos.
Ya hemos visto que los sentidos son de diversas maneras. Hay un grupo importante de ellos que nos informa únicamente de lo que atañe a nuestros propios cuerpos, y otro grupo que nos habla del mundo exterior.
Durante mucho tiempo supusieron los hombres que nuestros pensamientos, nuestras opiniones de las cosas, nuestras sensaciones y nuestras voliciones, dependían únicamente de los sentidos que nos ponen en comunicación con el mundo exterior, como son la vista y el oído.
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