El mal grande que hay en creer lo que se quiere creer


Este trastorno del conocimiento es tal que, como ocurre diariamente en todo el mundo, los hombres llegan a creer lo que desean y quieren creer; y este hecho es tan importante en la vida del género humano, que por él se explican muchos hechos de la historia. Si vigilamos atentamente, pronto reconoceremos lo que ocurre, y que puede   ocurrimos   a   todos.   Lo   que hallaremos será probablemente esto: que, de una manera o de otra, los hechos, ideas y recuerdos que se ajustan a lo que deseamos creer o demostrar o persuadir avanzan briosamente al primer plano de nuestra mente; los que no se prestan para ello quedan relegados en la intención o en el olvido, porque la voluntad, con sus amores y sus preferencias, bloqueó los caminos de acceso.

Todos conocemos hombres de tal laya, tan apasionados por su partido, su clase social, su iglesia, que no atienden razones -como tan gráficamente decimos- fuera de las que favorecen a aquello que aman: para ellos todo es blanco y jamás reconocerán, en los objetos de su preferencia, la oscuridad del negro. Notemos que no hay ningún mal en amar al partido, a la clase social, a la iglesia: pueden ser dignos objetos de amor y aun de un amor que lleve al martirio. El mal está en no amar la verdad con la misma intensidad. Amemos, pues, todo lo que puede ser digno de ser amado, pero sepamos controlar nuestra pasión, aun la más legítima, por medio del amor entrañable a la verdad de las cosas. Cuando este amor existe, los otros amores alcanzan la belleza y la gracia sutil que cautiva; si él falta, nada los liberará de la mancha de la mentira y del error. El que ama de manera que no le queda amor fuera del objeto de su elección es un fanático, y al fanático se lo rechaza y se lo-desprecia; pero el que ama en forma tal que el objeto de su amor conjuga para su perfección el amor por la verdad de todas las cosas, éste es el hombre nacido para lo grande, el genio, el héroe, el santo, y frente a él la humanidad se inclina porque tales son quienes la enaltecen y la llenan de gracia.
Dichoso el hombre cuyo corazón está dispuesto para recibir la resonancia de todas las cosas; bienaventurado el varón, humildemente abierto y ecuánime, cuya inteligencia es cera donde se graba la impronta de todos los decires; feliz la frente, bañada en la gracia de aceptar las cosas que son así y no de otra manera: para él se abrirán los caminos de la ciencia, y el nacimiento interior de todas las cosas poblará el vacío virginal de su conocimiento, y cada átomo de su silencio será la oportunidad, mil veces renovada, del fecundo saber. No hay alegría y goce como el que vierte en el alma la gracia y el cortejo de todas las cosas cuando desfilan en el conocimiento para nuestra gloria; no hay goce comparable al que nos deja el aura matinal del saber cuando recoge la armonía, el amor y el misterio del Universo. Y, cuando este goce nace de una inteligencia que sabe, no sólo aceptar calladamente sino decir expresivamente a través de las formas múltiples de la creación, alcanzamos la meta de lo más puro, lo más sublime, lo más noble, lo más humano y que, por ser tal, es la partícula de lo divino que hay en el hombre.