Cómo la voluntad puede falsear el conocimiento


La inteligencia es como un faro luminoso que alumbra en su girar perpetuo aquello en lo que incide. Ahora bien, para que este haz de luz convierta en saber los objetos que ilumina, es necesario -como decíamos antes- que se fije o se concentre en las cosas.

Esto, inevitable porque está en el ser mismo de la inteligencia, nos expone al peligro del error. La razón es que el fijarse, el detenerse, no depende de la inteligencia sino de que nosotros queramos fijarnos; concentrar los rayos lumínicos de la inteligencia y hacerlos incidir en este punto de la realidad depende de la voluntad: si no queremos fijar la atención, la inteligencia no se fija en nada: si no queremos fijarnos en este objeto y preferimos hacerlo en otro, la inteligencia atiende a éste y descuida al otro. En segundo lugar, lo que hace que queramos una cosa no es su verdad, es decir, el ser así y no de otra manera, sino su bondad, o sea, la relación de utilidad y perfeccionamiento que tienen con respecto a nosotros: queremos lo que amamos. Ahora bien, lo que amamos depende de lo que nos hemos hecho en el correr del tiempo y de lo que queremos hacernos en el futuro. Por esto, si bien no negamos que haya una bondad ideal absoluta, la bondad concreta es siempre variable y relativa: no todos amamos lo mismo. Todo ello nos enseña dónde y cómo se oculta el peligro para la inteligencia. Pongamos, por ejemplo, que esta persona es una enamorada del blanco a tal punto que nada quiere saber del negro; cuando el haz de luz de la inteligencia ilumina un objeto en el que se avecinan el blanco y el negro, la voluntad ordena que el foco se detenga en el blanco y en él se concentre; la voluntad hace esto porque le gusta el blanco, porque son estos sus amores y nada más. La inteligencia obedece —no puede hacer otra cosa- y comienza a darse cuenta del blanco, porque, como sabemos, se da cuenta de aquello en que se fija; al cabo de un tiempo, juzga que lo ha visto todo, que nada más hay que ver y que lo sabe todo, puesto que se ha detenido mucho tiempo. Entonces afirma: «aquí no hay más que blanco», y comete el error, porque también había negro. Quizás ocurra que la inteligencia atisbe el negro y sospeche la verdad; pero a la voluntad le molesta esta suspicacia, y manda a la inteligencia con más imperio que se concentre en el blanco, como susurrando a su oído: «Mira bien, ¿no ves que no hay nada más?». Así, con inocencia unas veces, otras con remordimiento, la inteligencia se equivoca y no es el espejo de la realidad que debería ser.