CAUSAS DE NUESTROS ACTOS
Sabemos que la porción pensante de nuestro ser, la inteligencia o intelecto, que forma ideas generales y las combina en las operaciones de juzgar y raciocinar, elabora sus conocimientos partiendo de las noticias suministradas por los sentidos; y tampoco ignoramos que existe un progreso gradual, desde la mera sensación que nos permite experimentar, por ejemplo, la diferencia entre la luz y la oscuridad, hasta la elevada ciencia que supone el enfilar un telescopio hacia determinada región del firmamento para descubrir en ella un astro, previamente adivinado por el cálculo, como lo hizo el gran astrónomo Leverrier. La facultad que poseemos de pensar es lo que verdaderamente nos distingue de los animales inferiores. La memoria intelectual y la facultad de evocar impresiones sensibles es lo que nos permite reproducir ideas, hechos e imágenes de épocas pretéritas. Esta facultad funciona siempre en combinación con la que tenemos de hacernos cargo de nuestra propia existencia, de pensarnos a nosotros mismos, lo cual se llama conciencia o sentido íntimo, y es el principal signo distintivo del ser racional. Pero es un error suponer que el intelecto es capaz de decidir por si mismo nuestras acciones
Creíase antes que el saber constituía el carácter de los hombres, y que, por consiguiente, con enseñar a todo el mundo a leer y escribir y contar, se tenía lo bastante para hacer ciudadanos dignos y probos. Pero hoy se tiene por indudable que, aun cuando no sea posible prescindir de la instrucción, ésta por sí sola no hace a los hombres ni honrados ni juiciosos. Y la razón es porque el saber y el intelecto, aunque ilustren y guíen nuestras decisiones, no son su causa inmediata y directa; éstas dimanan principalmente de la voluntad, la cual no siempre sigue los dictámenes de la recta razón, sino que aun mostrándole ésta lo mejor y más conveniente, elige a veces lo que más le agrada, en uso y abuso de su libre albedrío.
La persona que aprende a escribir puede hacer un buen empleo de este conocimiento dando a la estampa algo que mejore la condición de los hombres en los tiempos venideros; o valerse, por el contrario, de dicha habilidad para componer tal vez varias y perniciosas ficciones.
Existe otra parte de la personalidad humana, que todo educador debe tener muy en cuenta, porque influye en la producción de nuestros actos de una manera más decisiva, y es la parte afectiva de orden interior y superior, las pasiones y los sentimientos de amor, de odio, ira, tristeza, valor, cobardía, ternura, crueldad, etc., etc. Estos movimientos, agitaciones y estados del ánimo, que hoy se designan muchas veces con el nombre de emociones, son los que a menudo arrastran a la voluntad y determinan nuestras decisiones, siendo por esto una parte importantísima de nuestro ser moral. Conviene no perder de vista que lo más importante de todo son los actos; ellos hacen a los hombres y a las naciones; ellos escriben la historia.
Todo esto no quiere decir que deba desatenderse el saber, como si para nada afectase a nuestros actos, porque, en realidad, en cada momento de nuestra vida obramos de un modo distinto, conforme a lo que sabemos, o creemos saber y no sabemos.
Esto es perfectamente cierto y nos lleva derechos al gran punto, origen de tantos errores. A no dudarlo, el saber altera nuestros actos de mil modos distintos cada día. Obramos con arreglo al saber, o a lo que tomamos por tal; pero esto no obsta para que sea verdad lo que dejamos dicho sobre la influencia predominante de las pasiones y sentimientos.
Lo cierto es que la razón y el saber son los pilotos, cuya misión sabemos que se reduce a guiar la nave; pero es otro el que dispone a qué puerto debe dirigirse ésta. Tal vez sorprenda al navío un terrible temporal, tal vez también, si el buque es el ser humano, se vea azotado por una ráfaga de pasión irresistible. El dueño de la embarcación llama al piloto para que lo conduzca al lugar que desea. Por regla general, el móvil de todas las acciones, así buenas como malas, es la sed de felicidad, unas veces para si propio, otras para los demás. La razón y el saber no hacen desear la dicha, pero dicen de qué modo podremos más fácilmente adquirirla, y sus dictámenes sufren el influjo de las pasiones y sentimientos.
Este influjo de la parte afectiva sobre la intelectual hace que los hombres muden con frecuencia de modo de pensar sobre un mismo asunto, aun permaneciendo invariables todas las circunstancias. El siguiente relato nos lo hará ver palpablemente.
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