Después de rudo combate, Tancredo da muerte a la bella Clorinda


Aquella misma noche la valerosa Clorinda concibió el atrevido proyecto de abandonar ella sola la ciudad para poner fuego a la torre. El rey de Jerusalén no pudo resistir a sus ruegos, y Argante quiso ir con ella. Mientras un hechicero preparaba bombas incendiarias para esta ardua empresa, la vieja sirvienta de Clorinda, procurando disuadirla de su empeño, le refirió el secreto de su cristiano nacimiento y le predijo su próxima muerte. La valerosa joven no quiso desistir de su idea, y cubriéndose con oscura armadura, salió con Argante por la puerta de la ciudad; se deslizaron a lo largo de las murallas y, sin despertar la atención de los centinelas, pusieron fuego a la ingente torre de madera, que en breve no fue más que una inmensa hoguera, cuyas llamas se alzaban hasta el cielo.

Dada la señal de alarma, soldados y caballeros se alejaron precipitadamente del campo. Argante y su compañera se abrieron camino hacia la puerta de la muralla, donde los centinelas los estaban esperando; Argante entró sano y salvo, mas en medio de la oscuridad y confusión quedó Clorinda fuera, al cerrarse la puerta; sola, sin hallar refugio, y sin otra defensa que la de su armadura contra mil encarnizados enemigos. Para pasar inadvertida, la joven se juntó a ellos; pero, al dejarlos para dar vuelta a la muralla, donde esperaba hallar otra puerta abierta, sus movimientos llamaron la atención de Tancredo, el cual sospechando que era un enemigo, la persiguió. Largo tiempo corrió tras ella, hasta que volviéndose hacia 61 Clorinda, se empeñó en la oscuridad una horrible y silenciosa lucha. La aurora los sorprendió sin fuerzas, debilitados además por sus heridas, y descansando del terrible combate apoyados en sus espaldas.

Tancredo quiso entonces saber el nombre del caballero con quien había luchado, pero Clorinda no contestó a su pregunta, diciendo solamente que era uno de los que habían puesto fuego a la torre. Irritado al oir tal confesión, Tancredo se precipitó sobre ella y le atravesó el pecho con su espada. Cayó Clorinda al suelo, y, mientras el príncipe contemplaba su agonía, el alma de la joven moribunda fue iluminada por la fe, la candad y la esperanza. “Os perdono, amigo mío, le dijo. Ya que no podéis salvar mi vida, dadme el bautismo; ¡os lo suplico!” Lleno de remordimiento, se levantó Tancredo, y corriendo a una fuente cercana, llenó su casco de agua; después trató de quitarle con manos temblorosas el casco que ella llevaba. Al ver su rostro reconoció a su amada, y este triste descubrimiento lo dejó mudo de espanto. Pero, dominando su dolor, derramó el agua sobre su frente, mientras pronunciaba las palabras sacramentales. “Adiós, dijo ella estrechándole la mano, muero en paz.” Los soldados cristianos hallaron a Trancredo tendido en el suelo cual si estuviera muerto, al lado del cadáver de Clorinda, e inmediatamente llevaron a los dos a su tienda. Después de haber vuelto Tancredo a la vida, y con ella a su profundo dolor, levantó en su campo a su amada una magnífica tumba; apareciósele el espíritu de Clorinda, en una visión, y le dijo que lo esperaba en el cielo.