Mefistófeles lleva a Fausto entre gente divertida, mas no logra distraerlo
-Señores míos, no os maravilléis, si esta mesa empieza a dar vino. ¿No es la vid de madera? No obstante, produce la uva. Vamos, pues, quitad ya los tapones. Cada cual sacó el que tenía delante, y bebió cuanto vino quiso. Pero habiendo dejado derramar uno de los bebedores el vino por el suelo, brotó de éste una gran llama. El bebedor había observado que el desconocido caballero, que obraba aquellos prodigios, cojeaba de un pie, y echó mano a su daga para arrojar de allí al embrujado personaje. Pero Mefistófeles turbó las mentes de aquellos hombres con fantásticas imágenes. Parecíale a cada uno hallarse en una viña abundante en racimos, y creyendo cogerlos, tirábanse unos a otros de las narices. Cuando volvieron a la razón, Mefistófeles había desaparecido, llevándose a Fausto en brazos, por los aires.
El primer lugar adonde el diablo condujo a Fausto, para hacerle disfrutar de la vida alegre, fue una célebre taberna de Leipzig, en la que una bullanguera reunión de jóvenes bebía y se solazaba. Pero el doctor no experimentó sino disgusto entre aquellas gentes ordinarias y alborotadas. Ni logró Mefistófeles divertirlo cantando una canción que entusiasmó a toda la concurrencia. Visto lo cual, el diablo se puso a agujerear los bordes de la mesa y a colocar tapones en los huecos abiertos, preguntando después a cada uno qué clase de vino deseaba. Luego, trazando en el aire signos extraños, dijo:
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