Fausto
Mientras los himnos angélicos resonaban en el cielo, alabando las obras del Creador, Mefistófeles, el ángel rebelde, se acercó a Dios y le habló así:
-Señor, yo no sé qué pensar de esos soles y esferas resplandecientes y de las demás obras vuestras, pero lo que no se me oculta es que los mortales sufren y se angustian tan dolorosamente, que no alcanzo cómo podría atormentarlos más.
-¿Conoces a Fausto? -le preguntó el Señor.
-¿Fausto, el doctor?
-Sí, Fausto, mi siervo.
-¡Vuestro siervo! -exclamó irónicamente la satánica voz-. Os apuesto a que os lo arrebato. Permitidme únicamente guiarlo por mis caminos.
-Como gustes -le respondió el Creador-. Sabes que mientras el hombre viva en la tierra te está permitido someterlo a tus pruebas. Pero presumo que tus tentaciones serán infructuosas con mi siervo Fausto.
-¡Veremos!
Y encaminándose a la Tierra. Mefistófeles se fue en busca de Fausto.
Envejecido por los años y el estudio, estaba el doctor Fausto sentado en su habitación, atestada de pergaminos, libros, alambiques y toda suerte de aparatos químicos; se había dado a la magia y a la alquimia, en la creencia de inducir a los espíritus a revelarle sus muy misteriosos arcanos.
Acercóse el invisible Mefistófeles. La luna, que penetraba en la sala por una ventana gótica, palideció y se ocultó tras las nubes, y la lámpara se cubrió de sombra.
-Espíritu -gritó Fausto-; ¡revélate!
Sujetó un libro de magia, que misteriosamente se había abierto en la página que contenía el signo del espíritu de la Tierra, y pronunció palabras misteriosas. Repentinamente brotó del suelo una roja llamarada y Mefistófeles hizo su aparición.
-¡Heme aquí! -dijo-. ¿Por qué tiemblas? ¿Dónde está tu valor de hace poco?
-Soy Fausto y no temo -replicó el doctor envalentonado.
En aquel momento se oyó Llamar a la puerta. Era un discípulo del doctor, llamado Wagner, de gran inteligencia, pero de espíritu tímido, que vivía en una casa contigua, y que habiendo oído hablar en alta voz al maestro venía a oirle, creyendo que estaba declamando.
Después que Fausto le hubo despedido amablemente, se halló de nuevo en su tranquila soledad. La visión del espíritu no volvió a hacerse presente aquella noche.
Al día siguiente, cuando Fausto volvía con su discípulo de dar un paseo por los alrededores de la ciudad, que festejaba la solemnidad de la Pascua, vio cierto objeto que lo llenó de estupor.
Wagner solamente se dio cuenta de un enorme perro que a la luz del crepúsculo se arrastraba entre los zarzales y yerbajos del camino. Pero el doctor observaba además una estela de fuego detrás del animal, y por ciertos movimientos y signos comprendió que en aquel perro se ocultaba un espíritu maligno.
Poco después se le reveló en la soledad de su cuarto de estudio. Había seguido el perro a Fausto hasta su habitación, y después de haber estado agazapado largo rato en un rincón, se puso a ladrar, luego empezó a hincharse hasta parecer un hipopótamo, con ojos de fuego, y, finalmente, se esfumó en gris niebla; en el fondo de la chimenea apareció Mefistófeles en figura de estudiante.
-¿Quién eres? -le preguntó Fausto estupefacto y aterrado.
-Soy el espíritu que niega perpetuamente. Mi elemento es cuanto vosotros los hombres llamáis destrucción, pecado, muerte y mal.
A pesar de la malignidad del diablo, su sabio razonar le pareció sobrenatural e interesante al doctor. Calló Mefistófeles y un enjambre de trasgos y diablillos, evocados por el diablo, llenó por completo la estancia de peregrinas figuras.
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