Mercedes suplica a Dantés que salve la vida de su hijo


-¡Oh!-exclamó cogiendo la mano del Conde y llevándosela a sus labios.- ¡Oh, gracias, gracias, Edmundo! Ahora sois exactamente lo que siempre soñé que erais, tal como yo os había amado siempre. ¡Oh! ¡Con cuanta razón puedo decirlo ahora!

-Tanto mejor-replicó Monte-Cristo, -pues el pobre Edmundo no será ya por mucho tiempo el objeto de vuestro amor. El muerto va a volver a su tumba; el fantasma va a desvanecerse en las tinieblas.

-¿Qué queréis decir, Edmundo?

-Digo que, pues que me lo mandáis, debo morir.

-¡Morir! ¿Y quién os lo ha dicho? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde proceden esas ideas de muerte?

-No supondréis que, ultrajado en público, en pleno teatro, a vista de vuestros amigos y de los de vuestro hijo,-provocado por un mozalbete que se ufanará de mi perdón como de un gran triunfo-no supondréis, repito, que me quede ni por un solo instante el deseo de vivir. Lo que más he amado en el mundo después de vos, Mercedes, era a mí mismo, mi dignidad; y esta fuerza que me hace superior a los demás hombres, esta fuerza, es mi vida. Con una sola palabra me la habéis destrozado ... y muero.

Pero el duelo no se realizó, porque Alberto dio una satisfacción pública al Conde; y furioso Morcerf, al ver que su hijo no le había vengado, voló a casa de Monte-Cristo.

-Vengo a manifestaros-dijo Morcerf,-que puesto que los jóvenes de hoy día no quieren batirse, fuerza es que nos batamos nosotros.

-Tanto mejor, - contestó Monte-Cristo.-¿Estáis preparado?