El efímero reinado de Felipe el Hermoso y la locura de Doña Juana
Algunos nobles, a quienes había domado la férrea mano de los Reyes Católicos, trataron de recuperar el terreno perdido y, conociendo el carácter ambicioso de Felipe el Hermoso, se opusieron a la regencia del rey Fernando, quien se retiró a Aragón, y se proclamaron en favor del archiduque. Éste, so pretexto de la locura de su esposa, pidió a las Cortes, reunidas en Valladolid, que le otorgasen el mando, propuesta que fue rechazada por los dignos procuradores castellanos. Él, sin embargo, comenzó a mandar como rey, repartiendo los cargos del Estado entre los extranjeros que lo habían acompañado y los nobles que lo ayudaban. Efímero fue su reinado: el 25 de noviembre de 1506 moría, casi de repente.
Doña Juana no lo abandonó ni un instante. Embalsamado al uso de Flandes, lo hizo vestir con hermoso traje de brocado forrado de armiño, rica gorra enjoyada, borceguíes a la flamenca y colocó una cruz de piedras preciosas en el pecho: ¡el mismo traje con que lo vio por vez primera!
Días y noches pasó la infeliz contemplándolo, sin preocuparse de los negocios de Estado. La reina había desaparecido; sólo quedaba la mujer enamorada. Un día, sin embargo, llamó a su secretario y le mandó revocar todos los nombramientos hechos por su marido y devolver los cargos a los antiguos y fieles servidores de sus padres.
Empeñóse en trasladar a Granada el cadáver de don Felipe, no sin verlo antes. Lo contempló largo rato y no lloró... ¡Había vertido tantas lágrimas por el desamor de su esposo, en vida, que ya no le quedaban para llorarlo muerto!
Colocado el cadáver en su magnífico féretro y sobre un carro fúnebre, tirado por cuatro caballos, emprendió la marcha seguida de algunos prelados y caballeros que no quisieron abandonarla. Doña Juana, cubierta con un largo velo, iba detrás; parecía la imagen del dolor. Aquella triste procesión tan sólo caminaba de noche, para recorrer una distancia de más de 700 kilómetros a lomo de mulos, pues decía la sublime loca: «una mujer honesta, después de haber perdido a su marido, debe huir de la luz del día».
En todos los pueblos en que descansaba le hacía funerales, a los que prohibió la entrada de mujeres. Una vez aconteció que, marchando de Torquemada a Hornillos, mandó colocar el féretro en un convento de monjas, pensando que era de frailes. Al averiguarlo, ordenó sacar el ataúd y, no habiendo en el pueblo iglesia, lo hizo llevar al campo, donde permaneció con la comitiva sufriendo, a la intemperie, todos los rigores de la estación invernal.
Con frecuencia hacía abrir el féretro, tanto para ver si no le habían robado los amados despojos como por si resucitaba, según la había esperanzado un fraile cartujo.
Desde Arcos, trasladóse por último a Tordesillas, siempre con el féretro; colocó el cuerpo del archiduque en la iglesia de Santa Clara, unida a palacio, y de tal modo dispuesto el túmulo, que ella podía verlo desde su cámara.
En ese palacio de Tordesillas pasó nada menos que cuarenta y siete años entregada al recuerdo doloroso de los pocos momentos felices de su vida. La oscuridad de su mente solía a veces desgarrarse en rápidos rayos de inteligencia: era entonces cuando escribía sus epístolas, que nos muestran una mujer de juicio atinado y calmo. Hay quien sostiene que su locura no fue tal, sino más bien extravagancias a que la llevó un amor terrenal desmedido; pero la verdad es que ese espíritu atormentado y supersensible escapaba a los límites de la normalidad y llegaba a esa locura trágica que empañara los anales de la hidalga Castilla.
En los documentos de Estado, el nombre de Juana iba unido al de su famoso hijo Carlos I, aquél de quien se dijo que «en sus territorios nunca se ponía el sol».
En enero de 1555 creció su locura de tal modo que pasaba los días en un lastimero grito con que aterraba a sus servidores y entristecía al pueblo, y mostrando gran horror a todas las cosas piadosas. Afortunadamente llegó a Tordesillas el antiguo duque de Gandía, ya sacerdote, y luego san Francisco de Borja, y sus atenciones y cariño pudieron lo que no había logrado la severidad del marqués de Denia, que fue el guardián de la reina durante su locura.
Doña Juana se serenó un tanto, confesó con gran fe, recibió la sagrada extremaunción y murió repitiendo las oraciones que su auxiliante le recitaba. Sus últimas palabras fueron: «Jesucristo crucificado sea conmigo».
Era el 11 de abril de 1555.
Triste destino el de esta desgraciada criatura: hija, perdió a su madre cuando más necesitaba de su apoyo; esposa, viose olvidada por su marido; madre, no recibió retribución de los cuidados y los cariños que prodigó a sus hijos; reina, no llegó a gobernar.
¡El amor, fuente para otros de dichas, fue para ella torrente de amarguras!
Los seis hijos de la desventurada reina de Castilla se sentaron en tronos europeos: Carlos I de España y V de Alemania, Fernando I de Alemania, María, reina de Hungría, Isabel, reina de Dinamarca, y Leonor y Catalina, ambas reinas de Portugal.
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