Marco Antonio pierde un imperio por el amor de Cleopatra
Al morir César dividióse el gobierno de Roma entre tres hombres. Era el uno Cayo Octavio, que fue más tarde el emperador Augusto; el segundo, Lépido, quien, después de cinco años, fue destituido, y el tercero, Marco Antonio, el cual, cuando Cleopatra estaba en Roma, quedó prendado de su belleza. Era Octavio nieto de la hermana de César y había sido adoptado por ésta, y si bien contaba sólo veinte años al morir César, demostró tener un clarísimo talento. Antonio, sin embargo, que había hecho aquel memorable discurso sobre la muerte de César, pugnaba por ser el único que rigiera en Roma. Pero Marco Antonio, lo mismo que César, encontró a la hermosa reina del Nilo y ella hizo que el destino variara. Muerto César, comenzó la lucha por el poder que se convirtió en una verdadera guerra. Al terminarla Marco Antonio, que estaba en Cilicia, en el Asia Menor, envió a buscar a la reina de Egipto, a quien hacía responsable de ayudar durante la contienda a los que él consideraba como encarnizados enemigos del poder de la orgullosa Roma.
En vez de presentarse con aspecto de arrepentida, se mostró con aire triunfante. Remontó el río Cidno con gran pompa. En este río, Alejandro Magno estuvo a pique de perder la vida; y el viaje de Cleopatra por él hizo perder a Marco Antonio su poder y medio mundo. Jamás hombre alguno había presenciado ni presenció después un cortejo como el de Cleopatra para ir a entrevistarse con el gran general romano que iba a castigarla por su supuesta falta. Remontó el río como una diosa, a bordo de una magnífica galera. Ciertas partes de la nave estaban enchapadas de oro, las velas eran de púrpura y los remos plateados. Los remeros bogaban al unísono y con acompañamiento de dulcísimas melodías. Estaba Cleopatra recostada bajo un dosel bordado de oro y ataviada como una diosa, en tanto que unos niños de mejillas de rosa, la abanicaban dulcemente.
Así que hubo llegado, mandó Marco Antonio que fueran a invitarla a cenar con él; pero ella se negó a tal pretensión, diciéndole que era él quien debía ir a ponerse a sus órdenes. Antonio fue adonde se hallaba Cleopatra y quedó asombrado de la acogida que le hizo y del banquete que le ofreció, en medio de una profusión de luces y de esplendores, como jamás podía soñar hombre alguno. Enamoróse profundamente de ella el romano, como antes se había enamorado César, y descuidando sus asuntos, volvió con ella a Alejandría, donde ambos vivieron en medio de las mayores extravagancias y del lujo más refinado.
Juntos cabalgaban, cazaban, pescaban y pasaban revista a las tropas. Cuando Antonio estaba alegre, acrecía aún más Cleopatra su alegría; cuando estaba triste, regocijábale con chanzas y músicas. Por la noche salían juntos, disfrazada ella de criada y ataviado él con un traje de obrero. Rondaban así como dos muchachos atolondrados, a pesar de ser ella la reina del país y él un poderoso general de Roma. Junto a ella olvidó Antonio su fortaleza y la gran responsabilidad que sobre él pesaba. Estaban un día pescando en el río, y Antonio no fue afortunado en la pesca. «Esto -pensó- me rebajará a los ojos de Cleopatra».
Y mandó a uno de sus esclavos que deslizase disimuladamente dentro del agua y pusiera en el anzuelo un pescado de los que ya había cogido. Cleopatra descubrió la superchería, pues los peces iban sucedióndose unos a otros. Tenía ella demasiado talento para darle a comprender que lo había advertido, y así hizo como que se sorprendía, proclamando su destreza en alta voz, para que lo oyera su séquito. Al día siguiente llamó a los suyos para que presenciasen las nuevas habilidades de Antonio como pescador. La navecilla estaba llena de gente al comenzar Antonio su tarea. No bien hubo arrojado el anzuelo al agua, Cleopatra ordenó a uno de sus buzos que fuera a enganchar en él un pescado salado. Levantó Antonio la caña pretendiendo que lo había cogido, pero el engaño fue descubierto y todos se echaron a reír a carcajadas.
Por fin, Antonio fue nuevamente llamado a Roma para enfrentar a Octavio. Estuvo ausente de Egipto durante tres años, y en este tiempo se casó con Octavia, hermana de Octavio, mujer noble y de bellas cualidades, que hubiese sido una buena esposa para Antonio. Transcurridos los tres años, a causa de la guerra, Antonio tuvo que volver a Oriente. Apenas había emprendido el viaje, cuando el recuerdo de Cleopatra le embargó el alma. Había salido a pelear contra los partos, pero muy pronto dejó de guerrear, fascinado por la belleza de la reina egipcia. Probablemente a ella la hacía muy feliz volver a ejercer su poderosa influencia sobre él, y con ello mantener segura la independencia de su patria pues sólo se necesitaba una palabra de Antonio para hacer de Egipto una miserable provincia romana, como lo fue pocos años después. Acogiólo pues Cleopatra con la mayor satisfacción y alegría.
La misma vida de antes, llena de extravagancias y placeres, continuó por algún tiempo, exenta de todo deber. El lujo y la molicie enseñoreáronse de ambos; la conducta de Antonio soliviantó a los romanos, y Octavio resolvió, al fin, gobernar solo. Esta decisión trajo de nuevo la guerra civil entre los romanos.
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