UN PUEBLO RECHAZA A LOS INVASORES
Corría el año 1806. Los últimos días de junio se deslizaban fríos y neblinosos sobre la aldea que era entonces Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata. El día 24, por la tarde, el virrey Sobremonte, para celebrar el cumpleaños de su ayudante y próximo yerno, ha tendido mesa de banquete en su residencia del Fuerte, y luego de las seis de la tarde se ha ido en la carroza a la Casa de Comedias con sus familiares, para solazarse con la representación de El sí de las niñas, de Moratín.
En el primer entreacto, le comunican al virrey que tropas inglesas de desembarco invaden por Quilmes y avanzan hacia la capital. Se retira del teatro y prepara enseguida la resistencia para el día siguiente; después, ante la inutilidad de algunas débiles intentonas de rechazo, el marqués de Sobremonte y las autoridades virreinales huyeron con los caudales al interior del país.
Entraron los invasores en la capital el día 27, y entonces el pueblo tuvo la evidencia de ser él solo responsable del destino del Virreinato y organizó las fuerzas para tratar de reconquistar la ciudad.
Cuenta uno de los invasores, el capitán Gillespie, que la misma noche que tomaron Buenos Aires y se establecieron en el Fuerte, con otros oficiales británicos, fueron a la fonda de Los Tres Reyes, ubicada en la calle Santo Cristo (hoy 25 de Mayo), donde cenaron con muchos oficiales españoles, “con quienes pocas horas antes habíamos combatido”. Una hermosa joven servía a los parroquianos, y en su semblante y sus miradas demostraba una honda pesadumbre y tristeza. Le preguntó Gillespie, por intermedio de un criollo, el señor Barreda, que conocía el idioma inglés, cuál era la causa de su disgusto, si estaba enojada por la presencia de los oficiales británicos en el comercio de su padre. La joven, después de agradecer esa honrosa manifestación de interés del huésped, dijo airada y en voz alta, dirigiéndose a los oficiales vencidos:
-Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir a Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado a los ingleses a pedradas.
Tal era el espíritu general del vecindario. Se sentía traicionado por los mismos a quienes confiara su defensa. Pero las circunstancias le proporcionaron un caudillo, un capitán decidido, que supo auscultar el ansia de liberación de criollos y españoles. Organizó con ellos batallones y regimientos, infundió valor y espíritu de combate en los deshechos batallones leales y en 47 días gestó la reconquista. Gracias a testimonios documentales de un gran valor histórico, han podido salvarse del olvido varios hechos que demuestran la heroicidad del pueblo de Buenos Aires.
Santiago de Liniers fue el decidido capitán que se puso al frente de la resistencia. En un informe de ese año cuenta cómo pudo triunfar: “Desde que los leales habitantes de esta capital presintieron la idea de su reconquista, ¡cuánto se inflamó su celo para conservar el buen crédito de su vasallaje, religión y patriotismo! Reunidos en unos mismos sentimientos y proyectos, resolvieron volver por el ajado honor de los españoles; y despreciando el inminente riesgo de su ejecución, prodigaron auxilios costosísimos, las más veces con total abandono de sus familias.
“Luego que acampé en las inmediaciones de la ciudad, se agolparon las personas de menores conveniencias, con municiones de boca para subsistencia de la tropa, caballos, monturas y carros para el bagaje; pidieron armas los niños, se incorporaron al pequeño pie de ejército de Montevideo; se unieron a los miñones de las guerrillas de las calles dos días antes de la acción decisiva, y entraron en ella cargados con la artillería sin excepción de edades, acompañados de una mujer varonil, con un denuedo superior a todo encarecimiento... y una alegría presagio de la victoria que ganaron con su sangre...” Esta mujer varonil no es otra que Manuela Pedraza (la Tucumana), tan activa en la defensa que, por su comportamiento heroico, el Cabildo le concedió el grado de alférez.
En su comunicado oficial al soberano, de fecha 20 de agosto, relata el Cabildo los gloriosos episodios: “Jamás se vio la edad pueril empleada tan dignamente. Niños prodigiosos, que jugando ante el peligro con la misma alegría con que ahora celebran el triunfo, tuvieron suspendida la admiración de los que presenciaron su entretenimiento. Ellos prestaron un servicio importante al auxilio de nuestra artillería; asidos a los cañones, los hicieron volar hasta presentarse con ellos en medio de los fuegos; impávidos en presencia de los estragos, perdisteis sin turbación otros compañeros, víctimas tiernas del heroísmo de la infancia; que estimando en nada vuestra edad preciosa, la expusisteis en obsequio de la causa de vuestros padres, y aspirando al fin que anhelaban vuestras ansias, consumasteis vuestro útil ministerio, acompañando a los bravos ciudadanos que llevaron el terror hasta los muros”.
Por ello, uno de los invasores, el jefe de la escuadra, sir Home Popham, en el parte enviado al Almirantazgo, afirma terminantemente: “Si no hubiera sido por los habitantes, yo no tengo la menor duda que las tropas españolas habrían sido completamente derrotadas aunque fuesen siete veces más que las fuerzas británicas”.
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