HAZAÑA DE UNA AMAZONA EN EL MAR
Propio de hombres fuertes y valerosos es el luchar contra los furiosos huracanes y las tempestuosas olas para salvar las vidas de los náufragos; sin embargo, también han sido muchas las valientes mujeres que han desafiado la muerte y afrontado los mayores peligros para librar a sus semejantes de ahogarse en el mar.
Algunos años ha, una señorita, llamada Gracia Bussell, que vivía en Wallscliffe, Australia Occidental, hallábase leyendo en la sala de la casa de su padre, cuando se le presentó un criado indígena para darle la noticia de que un buque había naufragado cerca de la costa, a cosa de siete millas, y que estaba en peligro inminente de estrellarse contra las rocas. A la sazón soplaba un espantoso huracán que agitaba furiosamente las aguas del mar, levantando fuerte oleaje.
Sin vacilar un instante, la señorita Bussell corrió a la cuadra y, montando el caballo de su padre, hermoso y valiente animal, le hizo emprender veloz carrera a lo largo de la costa, seguida por el servidor que le diera la noticia. El buque estaba a unos sesenta metros de la orilla, y las olas lo azotaban con fuerza tal, que era evidente la imposibilidad de que la nave pudiera resistir mucho tiempo.
La tripulación trató de desembarcar a algunos pasajeros, utilizando para ello el bote salvavidas; pero en cuanto éste se hubo separado del buque, una ola inmensa lo cogió y lo volcó de manera que todos sus tripulantes cayeron al agua.
En aquel preciso instante llegó la señorita Bussell frente al buque náufrago e inmediatamente se arrojó al irritado mar, montada en su caballo, al que guió hasta el lugar en que los náufragos del bote luchaban por no hundirse. El criado la siguió también en su correspondiente montura, y los dos consiguieron llevar felizmente a tierra a buen número de los que ya estaban medio ahogados.
La señorita Bussell repitió una y otra vez su hazaña, luchando denodadamente contra el viento y las olas, y no hay que decir las dificultades que hubo de vencer para no caer del caballo. Pero siempre lograba llegar a donde se hallaban las víctimas del naufragio, que pugnaban por conservarse a flote, y cada vez ofrecía a media docena de ellas la oportunidad de asirse a la silla, a las crines o a la cola del noble bruto, para ayudarlos a llegar a la orilla.
El peligro era grandísimo, y en cada ocasión que la señorita Busell obligaba a su caballo a meterse en el mar, después de haber salvado a algunos náufragos, parecía imposible que lograra su valeroso intento, y aun era menos de esperar que consiguiera llegar a la orilla, cuando remolcaba su viviente carga. Pero su arrojo y decisión, así como su extraordinaria habilidad, admirablemente secundada por la fuerza y resistencia de su hermoso corcel, le permitían realizar aquel aparente imposible; y, gracias a sus repetidos esfuerzos, salváronse la tripulación y los pasajeros, entre los que había mujeres y niños. El último tripulante fue conducido a tierra por el criado, Samuel Isaacs, que pudo cogerlo en el momento en que estaba a punto de hundirse.
Una vez, cuando la señorita Bussell llevaba a tierra a cinco o seis personas casi exhaustas, el caballo se enredó las patas en una cuerda y parecía que allí iban a perecer todos; pero la señorita Busell, maniobrando con gran habilidad, logró desenredarlo. En recompensa de la bravura y del valor inaudito de que la joven dio pruebas en aquella circunstancia, le fue concedida una medalla.
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