EL INTRÉPIDO GRUMETE
Cierto es que muchos de los grandes hombres que han existido en el mundo llegaron a los más altos puestos partiendo de los principios más humildes, y siendo esto verdad en todos los órdenes de la vida, no puede dejar de serlo en la marina de guerra. Allá por los años de 1680 y en el pueblecillo de Bonchurch, en la isla de Wíght, un muchacho se hallaba trabajando en un pobre taller de sastrería, y, como su amo y maestro había salido, dejó la aguja y púsose a contemplar el mar, con lo cual entró en deseos de estar en cualquier sitio que no fuese la tienda. Era un pobre huérfano, y las autoridades de la parroquia lo habían dedicado al oficio de sastre.
Aconteció que mientras contemplaba las aguas acertó a doblar la punta más próxima una escuadra británica, que se acercó al puerto, y el muchacho, sin dudar un momento, tiró sus trebejos, salió de la tienda, corrió a la playa, y saltando a un bote bogó a toda prisa hacia el navío almirante de la escuadra.
La vida en la armada era entonces muy dura, por lo cual escaseaban los voluntarios; así es que, en cuanto el aprendiz manifestó sus deseos de alistarse, fue inmediatamente aceptado.
No pasó mucho tiempo sin que tuviese ocasión de ver un combate, porque a la mañana siguiente los navíos ingleses se avistaron con la escuadra francesa, y la lucha comenzó enseguida. El muchacho cumplió bien con su deber corriendo de un sitio a otro, ejecutando lo que le ordenaban e interesándose vivamente en los acontecimientos que a su vista se desarrollaban. Por fin, cuando el combate duraba ya bastante tiempo sin vislumbrarse señales de un resultado definitivo, el muchacho preguntó a un marinero:
-¿Cómo sabremos cuándo se nos rinde el enemigo?
-¡Oh! -replicó el marino señalando la insignia que ondeaba en el palo mayor del navío almirante- en cuanto arríen esa bandera, el enemigo cederá y nuestra será la victoria.
-¿Eso es todo? -exclamó el muchacho.
Y se marchó corriendo.
Por aquel tiempo los buques no peleaban, como hoy, a muchas millas de distancia y casi sin verse unos a otros. Se aproximaban mutuamente; y las tripulaciones de cada uno procuraban entrar al abordaje en el otro. El aprendiz de sastre saltó a la cubierta del navío almirante francés, que estaba junto al suyo, y sin ser visto, gracias al tumulto del combate, trepó ágilmente por una escalera de jarcias, se apoderó de la insignia almirante, arrollósela al cuerpo y descendió a cubierta sin ser visto ni por los marinos franceses ni tampoco por los ingleses.
Nadie había presenciado su intrépida acción; mas bien pronto notaron los ingleses que había desaparecido la bandera del navío almirante, y suponiendo que el enemigo se había rendido, se arrojaron con tal ímpetu a la cubierta del navío enemigo que los franceses, aterrados, desmayaron. Los artilleros abandonaron sus cañones, y en breves instantes el navío quedó en poder de los ingleses. Precisamente en el momento en que se aseguraba la victoria, el aprendiz mostró a sus camaradas la bandera cogida al enemigo.
Extendióse pronto la noticia y llevaron al muchacho, juntamente con su trofeo, a presencia del almirante, el cual admiró su bravura y denuedo, y lo promovió a la categoría de guardia marina. No es de extrañar que el muchacho capaz de tal acción alcanzase puestos distinguidos en la armada; y, en efecto, con el transcurso de los años llegó, ascenso tras ascenso, a la dignidad mayor de la armada británica y se hizo célebre con el nombre de almirante Hopson.
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