COMO HOLANDA DEBIÓ SU SALVACIÓN AL MAR
Situada entre prados, huertos y jardines, y regada por el Rin, que corre por sus calles en numerosos canales, Leiden era, en 1574, una ciudad hermosísima. El país entero se hallaba entonces en guerra con los españoles, quienes, como los habitantes de Leiden no quisieran someterse, enviaron contra ellos un ejército al mando de Valdés, quien sitió la ciudad. Animados a resistir por el príncipe de Orange, la valiente y reducida guarnición cerró las puertas de la ciudad, y los habitantes fueron puestos a ración.
Sabido es que el suelo de Holanda está más bajo que el nivel del mar, el cual se halla contenido por grandes diques, que le sirven de barrera para que no inunde el país. Ahora bien, el príncipe pensó en la manera de salvar a los sitiados; pero estando los españoles alrededor de la ciudad y a lo largo de la costa, no se le ocurrió más que un medio: no podía enviar sus buques a Leiden por mar, pero podía enviar el mar a Leiden y de esta manera conseguiría que el océano mismo se encargase de arrojar a los españoles. Perforaría, pues, los diques, abriría las compuertas, y Holanda se salvaría. El pueblo aceptó gustoso este procedimiento, diciendo “muchísimo mejor es ver la tierra anegada, que perdida”.
Según esto, en agosto de aquel año se rompieron los diques de la costa y las aguas avanzaron extendiéndose por el país hasta la ciudad, próxima a sucumbir. El ejército español vio. al principio con sorpresa, y después con alarma, que el agua iba subiendo incesantemente entre los diques. Equipada una flota holandesa, compuesta de 200 bajeles, fue enviada a la ciudad; pero ésta se hallaba tan bien protegida, que no pudieron llegar a ella en varias semanas.
Primero fue tomado y perforado un fuerte dique, a unos ocho kilómetros de la ciudad. Navegaron los botes por las aberturas, pero el dique inmediato todavía se encontraba a unos treinta centímetros encima del agua, y cuando se abrió brecha en él, el agua de la otra parte no tenía fondo suficiente para que en ella flotasen los botes; además, no pudieron pasar por un canal que tenían muy bien guardado los españoles... y mientras tanto Leiden estaba a punto de perecer. La valiente flotilla fue rechazada, porque el viento soplaba en sentido contrario a la ciudad.
Con todo, el 8 de setiembre se levantó un viento noroeste que sopló durante tres días, acercando cada vez más las aguas a los muros. Retiráronse entonces los españoles a medida que avanzaban las aguas con la flotilla holandesa. Hubo todavía otra larga dilación, debida al viento del este; y, no obstante, los sufridos ciudadanos, flacos, extenuados y atormentados por la fiebre y la peste seguían resistiendo. Algunos de ellos reprocharon al burgomaestre, porque en tales circunstancias no quería capitular; pero éste, sin desmayar en su valor y patriotismo, respondió: “Sé que hemos de morir si no recibimos pronto auxilio; pero es preferible la muerte por extenuación a la muerte deshonrosa, única alternativa que se nos ofrece. Mi vida está a vuestra disposición; mas no se hable de rendirse mientras yo viva”.
Estas palabras reanimaron al pueblo. Por entonces penetró en la ciudad una paloma, mensajera de buenas esperanzas, y el primero de octubre el viento volvió a arrojar las aguas hacia la ciudad. En ellas iba la flotilla de socorro, que tuvo un duro encuentro con los españoles, cuyos botes echó a pique. Con eso, la flotilla holandesa se hallaba ya a algunos centenares de metros, y los hombres, saltando de sus barcos, llevaron en hombros las embarcaciones por los bajíos. A la mañana siguiente pudieron entrar en el fuerte, y la flota paseó a lo largo de los muelles, echando pan a la hambrienta muchedumbre. Hombres, mujeres y niños se encaminaron a la catedral, a dar gracias a Dios por haberles librado de sus enemigos, y como recuerdo de la gratitud, al año siguiente fundaron la famosa Universidad de Leiden.
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