Una máquina que nunca podrá construir el hombre
Hace más de cien años, la Academia de Ciencias de París resolvió que en lo sucesivo no haría caso de las memorias o descripciones que se le enviasen tocante a máquinas de movimiento continuo. A primera vista, parece esto una equivocación, pues la ciencia ha de estar siempre dispuesta a acoger todas las ideas nuevas; pero, en realidad, fue una medida muy acertada, porque conocemos el principio de la disminución de la energía, que impide que se llegue nunca a construir una máquina de movimiento continuo.
La potencia o energía proviene siempre de alguna parte; cuando se efectúa un trabajo, es preciso que alguien o algo lo ejecute.
Este principio es aplicable a los átomos del radio, lo mismo que a todo lo demás. Y no sólo eso, sino que se aplica también rigurosamente a nuestro propio cuerpo, así como al de todos los seres vivientes. Estos organismos son mil veces más maravillosos que cuantas máquinas han sido construidas. Hay partes del cuerpo que trabajan continuamente por espacio quizá de cien años; son máquinas que se reparan por sí solas y sin detenerse; pero no puede decirse que sean máquinas de movimiento continuo en el sentido que atribuimos a esta frase. Cada vez que palpita el corazón o que levantamos un párpado o un brazo, se ejecuta un trabajo y cierta cantidad de materia se traslada a tal o cual distancia con una u otra velocidad; de manera que, si conocemos las cifras correspondientes, puede calcularse con toda exactitud la cantidad de carbono, probablemente sacado del azúcar, que se ha consumido en el cuerpo para efectuar el esfuerzo o trabajo mencionado.
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