Murillo, el pintor de las madonnas y los niños
Murillo nació en 1612, en Sevilla, la capital andaluza de los perfumados naranjales y los balcones floridos. Desde muy niño se sintió atraído por la pintura y el dibujo. Sus padres lo enviaron a la escuela; pero, en vez de estudiar sus lecciones, llenaba libros y cuadernos con dibujos y retratos de sus compañeros; su maestro, en Jugar de castigarlo, fomentaba en el pequeño tal inclinación porque vislumbraba en sus dibujos un brillante porvenir.
Los padres de Murillo eran pobres, pero estaban muy orgullosos de las dotes artísticas del hijo, a quien querían orientar por la senda del arte; desgraciadamente, a los once años quedó huérfano a consecuencia de una fuerte epidemia que se extendió por la ciudad. A muy temprana edad conoció la miseria y la responsabilidad, pues tuvo que proteger y alimentar a una hermanita menor. Acudió en ayuda de ambos niños un tío pobre, quien vinculó a Esteban con un artista sevillano de nombre Castillo, que necesitaba un muchacho para faenas ajenas al arte; pero el niño, que era tenaz e inteligente, supo aprovechar la permanencia en el taller del pintor para aprender el manejo de los pinceles. En sus horas libres se entretenía en copiarle las telas, y aunque el pintor era de los peores de Sevilla, el jovencito se sentía feliz a su lado.
Cuando Castillo dejó a Sevilla por Cádiz, Murillo se vio de nuevo en apuros, pues no pudo seguirlo tal como le había pedido, a causa de su hermanita, a quien no quiso dejar sola; fue entonces cuando resolvió ser pintor de feria.
Todos los jueves se celebraba en uno de los barrios más miserables de Sevilla una especie de feria, en la que gitanos y vendedores ambulantes vendían ropa usada y fruta barata en puestos improvisados. Nuestro artista compró algunos metros de tela, la cortó en pequeños cuadrados y pintó en ellos figuras de colores llamativos y alegres que llevó a la feria, donde improvisó un puesto semejante a los de vendedores de fruta. La novedad de tal iniciativa y los colores de las telas pronto congregaron una muchedumbre alrededor de él, que con voz tonante y ademanes recios pregonaba su mercancía. El público fue afectuoso con aquel joven pintor que se mostraba tan bien dispuesto a complacer a todos. Instáronle a que pintara sus telas con colores más brillantes, y diera preferencia a los azules, rojos y amarillos. Al ver la maravillosa facilidad con que manejaba los pinceles, le pidieron que esbozara algo nuevo para ellos y Murillo a todos complacía gustoso.
La plaza del mercado estaba llena de bulliciosos niños pordioseros, cuyas hermosas facciones contrastaban con sus harapos. Murillo pronto se sintió atraído por ellos y los tomó como modelos para sus próximos cuadros.
Al cabo de un par de meses era el personaje más popular de la humilde barriada; los pedidos aumentaron y con ello su situación mejoró. Poco después los grandes comerciantes comenzaron a encargarle trabajos que luego enviaban para la venta en colonias de ultramar.
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