Enfoque de Murillo como hombre y como artista
Murillo fue un hombre modesto y afectuoso, de una bondad natural que nada ni nadie pudo destruir. La fama, la riqueza y los honores que conquistó en vida jamás alteraron tan bellas cualidades. Gran parte de sus ganancias las empleó en fundar una escuela de artes para niños pobres.
Cuenta la tradición que se encontraba una mañana pintando en el convento de capuchinos de Sevilla, cuando entró un lego de la compañía para alcanzarle su almuerzo, tal como lo hacía todos los días. El pintor, que estaba ultimando algunos detalles en una de sus telas, siguió trabajando sin reparar en el lego, que, absorto, lo contemplaba en silencio, hasta que no pudiendo contenerse más exclamó: “¡Qué feliz sería si pudiera adornar mi celda con una obra vuestra!”. Murillo no respondió, pero sacó de la cesta que contenía el almuerzo una servilleta que desplegó y clavó en la pared; cuando el lego vino a retirar los platos encontró que el artista había pintado en ella una hermosa Virgen, que le regaló y que hoy ostenta orgulloso el Museo Provincial de Sevilla, con el nombre de La Virgen de la servilleta.
En otra oportunidad, Murillo estaba pintando un cuadro para una iglesia, preocupado por la dificultad de encontrar modelo para uno de sus ángeles, cuando vio entrar en el templo a una hermosa dama perteneciente a una distinguida familia del lugar. “Finalmente encontré mi ángel”, exclamó para sí el artista, y mientras la mujer oraba la pintó sin que ésta se diera cuenta.
Esa misma mujer, a quien conoció poco después en casa de un amigo común, fue luego su esposa.
En 1682, a los sesenta y cinco años de edad, se dirigió a Cádiz para pintar un cuadro en el altar mayor de la catedral. Para mayor comodidad, le levantaron un andamiaje, pero el artefacto se hundió y el ilustre pintor se mató en la caída.
No obstante los años transcurridos desde su trágica muerte, sus obras le han sobrevivido, convirtiéndolo en uno de los más gloriosos y reputados pintores del mundo.
Sintetizando lo expuesto, diremos que su estilo, delicado y sutil, es tan personal que no admite comparación alguna, aunque se noten influencias indiscutibles. El pincel de Murillo no pierde de vista los efectos producidos por la fusión de los tonos. Su paleta es alegre, cálida, rica en colores; sus figuras, todo vida y sentimiento, y tal es su destreza en espiritualizarlas, que parecen flotar en el ambiente. Se diría que están pintadas con aire y luz. La Virgen del Rosario, La Visión de Sari Bernardo y La Sagrada Familia son cuadros dignos de estudio y meditación, pero la obra más bella y popular de Esteban Murillo es su Inmaculada Concepción, pintura de sublime inspiración que se conserva en el Museo de Sevilla y que figura entre las más admiradas de todos los tiempos.
Hasta treinta versiones se conocen de este mismo tema de la Inmaculada Concepción, que fue el predilecto de Murillo quien puso al servicio del mismo todas las cualidades que enriquecían su paleta: fluidez, vaporosidad, suavidad y ternura, con las que tradujo maravillosamente esa feminidad a la vez augusta y humilde, tierna y serena de la Virgen madre.
Después de Velázquez y de Murillo, España cayó en una especie de letargo en materia artística, hasta que en el siglo xviii surgió el genio inconfundible de Francisco Goya (1746-1828), quien supo interpretar, como ninguno, la alegría intensa e inagotable de los españoles. De él nos ocuparemos en otro lugar de esta obra.
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