UN OBSTINADO PLANTADOR DE ARBOLES
La perseverancia con que un fruticultor alemán, llamado Hans Sickler, trabajara para dotar a su país de una de las riquezas más útiles al hombre, es superior a toda ponderación.
Sickler se había dedicado con profundo entusiasmo al cultivo de los árboles frutales en el ducado de Sajorna, su tierra natal. En 1800 preparó una almáciga de más de 8.000 plantas injertadas. En 1806, después de la batalla de Jena, un cuerpo de caballería del victorioso ejército francés acampó en su plantación y destruyó completamente los tiernos árboles que tantos trabajos y tan celosos cuidados le costaran. Muchos de ellos estaban ya cubiertos de las flores que preanunciaban una fructífera cosecha.
Otro se hubiera desalentado, pero no Sickler quien, al año siguiente, plantó con el mismo esmero una nueva almáciga, y la cuidó con el mismo afán, paciencia y dedicación que la primera vez. Seis años después, en 1813, época de los desastres en los ejércitos napoleónicos, regimientos de cosacos invadieron el nuevo plantel, y no quedó en pie un solo árbol.
El perseverante fruticultor emprendió obstinadamente la misma tarea con envidiable fervor, sin preocuparse por los catorce años perdidos, sin pensar que una nueva catástrofe podría, como en los casos anteriores, echar por tierra sus nobles propósitos. Y la tercera almáciga, plantada por sus propias manos, laboriosas y tenaces, llegó a ser un verdadero tesoro para esas regiones, que se enriquecieron con numerosas variedades de árboles frutales desconocidos hasta entonces en el norte de Alemania.
A su voluntad, a su tenacidad y obstinación, a su perseverancia, encendida en la fe de sus propias facultades, se debió aquella riqueza del trabajo y de la paz, que pudo al fin vencer la destrucción de los elementos enceguecidos que, a veces, el hombre pone en movimiento.
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