EL PAPA CELESTINO V


Había en Italia un pobre labriego que tenía doce hijos, de los cuales el onceno, llamado Pedro, era un muchacho pacífico, reflexivo, que gustaba más de la consideración de los misterios de la Naturaleza que de los juegos y aventuras de sus hermanos. Al cumplir los veinte años de edad, dijo a su padre que deseaba retirarse a un monasterio y hacerse monje, y habiendo aquél accedido a su deseo, partió con su bendición y profesó en un convento, donde permaneció cinco años completamente apartado del mundo.

Pasados estos cinco años marchó a las montañas de la Apulia, donde en el silencio y grandor bravío de una inmensa selva empezó a vivir como eremita. Luego, algunas almas piadosas y contemplativas lo imitaron y se le unieron. No se lo juzgue cobarde y que huía de los cuidados y dolores del mundo; creía que nada puede aliviar tanto los trabajos de los hombres como la oración; se retiraba a la soledad, porque el eremita puede orar con más fervor que aquellos cuyos pensamientos están absorbidos por las preocupaciones de la vida cotidiana.

Pedro da Murrone vivió, pues, en aquella selva bravía de la falda de la montaña, lejos de los centros habitados, hasta edad avanzada. Sus discípulos gustaban de sentarse alrededor y escuchar sus palabras, tan caldeadas por el amor divino, que les parecía percibir a Dios, que la tierra era sólo un sueño, y que, desapareciendo de pronto de su vista, en su lugar verían incontables legiones de refulgentes ángeles. En una palabra, Pedro era un hombre piadoso y sencillo, lo que llamamos un santo.

Estaba un día, ya anciano, sentado en su celda de la montaña meditando en las cosas divinas, cuando presentáronsele los cardenales y grandes dignidades de la Iglesia y le pidieron que se fuese con ellos para sentarse en el solio pontificio. Aquella petición causó a Pedro más horror que sorpresa. ¡Él, Papa! ¡Él, pobre ermitaño, cabeza visible de Cristo en la tierra! De sólo pensarlo se estremeció.

Parecíale no ser bastante pío ni puro; pero acudieron a su celda más personajes, barones, prelados, estadistas, y dos poderosos reyes, que se arrodillaron ante él y le suplicaron accediese a ser Papa: “Venid y sed Papa -le dijeron-. La fama de vuestra santa vida hase extendido por el mundo, y si venís con nosotros, todas las naciones tendrán paz, porque todos os desean por Papa”.

Con lágrimas en los ojos suplicó el ermitaño a los reyes que lo dejasen en su celda de la montaña; pero ellos no quisieron ceder, y por fin, aunque penosamente, Pedro hubo de complacerlos y ceder.

Salió, pues, el ermitaño para la gran ciudad donde se le había de imponer la tiara, y fue montado en un jumento guiado por los dos reyes, que caminaban descalzos a uno y otro lado de la cabalgadura. Detrás seguía una lujosa comitiva de cardenales y nobles; y como la noticia de su paso se había extendido rápidamente, de todas partes, bajando por las montañas, acudían campesinos a contemplar espectáculo tan maravilloso.

Bien pronto rodeó a Pedro inmensa muchedumbre, y así entró en la ciudad: con los dos reyes descalzos, guiando su jumento; con el cortejo de nobles y príncipes que lo acompañaban; y con enorme multitud de pueblo, que lo rodeaba y seguía con aclamaciones e himnos. ¡Qué triunfo para el hijo de un pobre labriego!

Mas Pedro sintióse desgraciado e infeliz en su palacio. Hallábase -hombre piadoso, sencillo, que sólo conocía su Biblia- rodeado de hombres inteligentes que deseaban su influencia. Encontrábase triste y solitario entre aquellos brillantes maquinadores, y suspiraba por su celda de la montaña. Quería hablar, no de reyes y rentas, sino de Dios y de su amor divino.

Cuéntase que un descontento de la elección de Pedro, tramó un complot para arrojarlo del trono. Dispuso secretamente que durante la noche, y trompetas y se dejaran oír voces conjunto al lecho del Pontífice, sonaran minándole a volver a su ermita. Pedro creyó que aquellas voces venían del cielo, y recriminándose amargamente por haber soñado que Dios pudiera haber elegido a un ermitaño tan humilde para Papa, abandonó el trono, huyó secretamente de palacio, y se hizo a la mar en una barquilla; pero se levantó una tormenta, y la débil embarcación fue arrojada contra la costa, donde lo reconocieron y después de prenderlo, lo condujeron a un castillo de la región.

Allí vivió diez meses, y murió a los ochenta y un años de edad, muy satisfecho de librarse de este mundo de cuidados y querellas, y poder ir, finalmente, al cielo a gozar de la vista de Dios Todopoderoso.

En el convento Celestiniano de la ciudad de Aquila, en Italia, se ve aún la tumba del papa Celestino V; es la tumba de Pedro da Murrone, el onceno hijo de un labriego, que llegó a Papa y abdicó el pontificado.


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