Hipólito Yrigoyen, uno de los últimos caudillos populares de las luchas políticas argentinas
Elegido dos veces para la suprema magistratura del Estado, en votaciones tan copiosas como no se registraron en la Argentina hasta sus días, Hipólito Yrigoyen recogía en ese pronunciamiento popular el premio de su lucha por una reforma electoral. Dicha reforma se concretó en la ley Sáenz Peña, promulgada en 1912 por et presidente cuyo nombre lleva, y estableció una efectiva participación del pueblo en el acto electoral. Yrigoyen fue uno de los hombres que más bregaron por esa democrática sanción; luchó con la palabra y con las armas; rechazó altos cargos y magistraturas, y¡ se opuso a todo compromiso política que significara una claudicación en la lucha contra los sectores antipopulares que manejaban a su conveniencia los destinos del país.
Yrigoyen nació en Buenos Aires en 1052, pocos meses después de la caída dé Rosas, y falleció en 1933; durante casi medio siglo su nombre fue pronunciado con los más diversos tonos eh todos los círculos políticos argentinos; alcanzó resonancia mundial cuando en la Sociedad de las Naciones, en plena formación, presentó la doctrina de reconocimiento de los derechos de los Estados vencidos y de los pequeños países. Fustigó desde el llano y desde la suprema magistratura a todos los imperialismos, sintetizando su pensamiento en la frase “Los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”. Exaltó el respeto a las instituciones y a las leyes hasta tal punto que comprometió el éxito definitivo de su gestión de gobierno por no romper los marcos constitucionales. Conoció el exilio y la prisión, y sobrellevó con dignidad los enconados ataques que concitó la oposición sobre su figura de gobernante e incluso sobre su vida privada. Vivió con humildad antes y después de haber ejercido la presidencia; cuando las turbas exaltadas, durante los desmanes callejeros que siguieron a la revolución que depuso su gobierno, asaltaron su casa, la casa del presidente de la República, solamente hallaron en ella los muebles y enseres indispensables, los mismos que podían encontrarse en el hogar de un ciudadano común.
En los últimos días de su vida, cuando las noticias periodísticas daban cuenta de la gravedad de su estado, millares de ciudadanos se concentraron ante su morada, pese al frío y la lluvia; y cuando falleció, una demostración popular de duelo nunca vista hasta entonces en Buenos Aires acompañó sus despojos mortales.
No importa cuáles fueron sus errores políticos, algunas veces señalados por sus opositores, Yrigoyen encarnó en su momento legítimas aspiraciones populares; fue, en la más amplia acepción del término, uno de los últimos caudillos argentinos.
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