La vida en el Paraguay en los momentos que antecedieron a la revolución americana
Uno de los procesos que más conmovieron la relativa calma de la vida colonial del Paraguay, fue el sustanciado contra el gobernador José de Antequera y Castro y sus partidarios criollos, llamados los “comuneros”, esto es, los pertenecientes a los sectores populares de la comunidad, y que concluyó con la ejecución del citado. Ciertos procedimientos del gobernador Antequera fueron juzgados repudiables por el virrey de Lima, de cuya autoridad entonces dependía el funcionario que ejercía el gobierno del Paraguay; Antequera recibió orden de trasladarse a Lima para ser revisada su actuación, y en vez de obedecer, reclutó un numeroso contingente militar e hizo frente al virrey, a la par que se rebelaba contra el dominio español. Pero fue finalmente vencido por las tropas del gobernador de Buenos Aires, don Bruno Mauricio de Zabala, y ejecutado, junto a algunos de sus “comuneros”, en 1731.
Al llegar el siglo xix, la tea de la libertad se encendió en varias regiones de la América española; el Paraguay, cuya particular geografía le hace, hoy como ayer, encerrarse dentro de sí, vivía un tanto despegado de su metrópoli, que lo era Buenos Aires desde la creación del virreinato del Río de la Plata; la falta de medios de comunicación rápidos, la diferencia del medio, abierto el de los porteños a lo europeo, encerrado en la tradición hispánica el asunceño, fueron circunstancias que, unidas a un cierto recelo despertado por la política económica absorbente de aquella metrópoli en los paraguayos, provocaron una cierta frialdad en la actitud con que desde allí se contempló la revolución de mayo de 1810 en el país del Plata. Tres corrientes de opinión hicieron sentir su presencia en el seno de la sociedad paraguaya: la una, llamada realista, que sostenía la legitimidad de las autoridades españolas, era encabezada por el entonces gobernador, don Bernardo de Velazco, cuyo predicamento era mucho en razón de la excelencia de su administración; una segunda corriente, dicha de los nativos, propugnaba una relación de igualdad, no de dependencia, con la Junta establecida en Buenos Aires, y era orientada por el sabio doctor Gaspar Rodríguez de Francia; y la tercera, llamada de los porteños, se inclinaba al reconocimiento de la autoridad del gobierno revolucionario rioplatense.
Erróneamente supusieron los hombres de la revolución argentina que este último partido era el que predominaba en Paraguay, y despacharon una expedición militar con el propósito de alentar a los porteñistas a levantarse contra la autoridad de Velazco. Pero no sólo no ocurrió esto, sino que la expedición libertadora argentina fue contenida y obligada a retroceder. El Paraguay parecía dispuesto a seguir a su gobernador Velazco en la obediencia al Consejo de Regencia español, hasta que sólo un año más tarde, en mayo de 1811, los criollos impusieron a Velazco la admisión de dos adjuntos en el poder, y poco después lo depusieron; en cabildo abierto designaron una Junta que se proclamó gobierno provisional y reconoció, expresamente, la soberanía de Fernando VII al igual que Buenos Aires. Dicha junta fue integrada por un grupo de patriotas, presididos por el teniente coronel Fulgencio Yegros. En calidad de vocales formaban parte de ella el doctor Francia, el capitán Pedro J. Caballero, el presbítero Francisco Bogarín y don Fernando Mora.
Dos años después la Junta resumió la función de gobierno en dos cónsules: Yegros y Francia. El Consulado creó la escarapela nacional, con los colores rojo, blanco y azul.
Las circunstancias, así como el temperamento del doctor Francia, transformaron a poco el Consulado en dictadura unipersonal. Durante el régimen del doctor Francia, el Paraguay se aisló casi totalmente del mundo exterior; la desacertada política que algunos gobernantes de Buenos Aires siguieron respecto de la provincia paraguaya, alejó más y más la posibilidad de su reincorporación al seno común, y fue abonando la tradicional tendencia separatista del país guaraní.
Al morir Francia, el doctor Carlos Antonio López asumió el gobierno, por disposición testamentaria del difunto, aceptada por los cuerpos legislativos; su administración se guió por los mismos principios que la de su antecesor. Don Carlos Antonio López era un hombre de ilustración poco común, de nobilísimo carácter y sanas intenciones. Su dictadura fue paternal; en sus actos prevaleció la benevolencia, y durante su gobierno el Paraguay echó las bases de una pujanza material que poco después, ya durante el gobierno de su hijo, el mariscal Francisco Solano López, lo convertiría en la primera nación de América del Sur.
No es posible juzgar el gobierno de estos hombres con criterio contemporáneo: es necesario tener en cuenta la época y el medio social, el ambiente y las condiciones de vida de la masa popular, cuya superioridad numérica era abrumadora sobre la clase dirigente; siempre es difícil mantener la armonía entre los eruditos que ambicionan el poder, mientras que es fácil gobernar al buen pueblo. Los López, y el mismo doctor Francia, dieron al Paraguay personalidad nacional, al posibilitar el florecimiento de las características propias del criollo hispano-guaraní.
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