Cómo los indígenas de las reducciones fueron abandonados a su suerte por el poder civil


Un dato curioso, y muy significativo, es el que en las misiones se haya introducido y empleado la imprenta 80 años antes que en Buenos Aires, y 65 años antes que en Córdoba; nuestra admiración llega al asombro cuando nos enteramos que los tipos o caracteres tipográficos de dichas prensas eran tallados por los mismos indios en madera dura; ellos mismos fabricaban también las tintas, y hubo alguno que incluso escribió obra tan interesante que mereció imprimirse, como en el caso del indio Nicolás Yapuguay.

Desde que el monarca autorizó a los indios de las misiones, en 1644, a armarse en defensa de sus personas y de sus bienes, hasta el año de 1767, en el que los jesuitas fueron expulsados de América, tomaron parte aquéllos en más de un centenar de campañas militares, en su mayoría destinadas a la protección de los intereses del Rey, como, por ejemplo, en el caso de las diversas cuestiones armadas suscitadas por la posesión de la Colonia del Sacramento; sin embargo, la suerte de dichos indígenas, privados de la dirección de misioneros por la expulsión dispuesta, no pareció preocupar a los ministros liberales de Carlos III; y así, al par que la selva devoraba las instalaciones urbanas, un progresivo retorno al primitivismo y a la idolatría hacía presa de los indios, cuando no caía sobre ellos, ahora inermes, el ataque feroz de los paulistas dedicados al infame comercio de esclavos.

En poco más de treinta años, de cien mil indígenas civilizados que llegaron a contener los distintos pueblos misioneros, no quedaban sino cuarenta mil, que se dispersaron en los años subsiguientes.

Así pereció una de las más laudables e interesantes empresas que la colonización española trajo a las tierras del Plata; así se destruyó el “imperio jesuítico”, denominación que si es incorrecta desde el punto de vista político o institucional, no lo es en cuanto reunió en el ámbito de su florecimiento a un pueblo ordenado, con objetivos de progreso común, respaldados por una fe y por intereses comunes, que fue uno de los capítulos más interesantes de la historia del Paraguay colonial.

Hoy, el turista que se adentra en las profundidades de la selva del Guayrá, o de la provincia argentina de Misiones, y contempla los restos de aquel prodigioso esfuerzo colectivo, no puede menos que condolerse de la suerte a que se condenó a los aborígenes de la región guaranítica.