La vida doméstica de los incas
Para el que recorre las ruinas de los fuertes, templos y ciudades incaicas, la impresión recibida es la de que esas enormes murallas deben haber sido alzadas por una raza de gigantes. Cada sillar, de forma poliédrica, calza ajustadamente con el que lo ha precedido en colocación, y con el que le sigue, de tal modo que en nuestros días se encuentran tan firmes como en aquellos del apogeo imperial. Las piedras, perfectamente pulidas y colocadas en hileras simétricas, son de muchos centenares de kilogramos de peso, y si pensamos que muchas de ellas fueron llevadas a grandes alturas, por ejemplo, aquellas que se dedicaron a la construcción de los pucaraes, fortalezas construidas en lugares elevados, al punto comprenderemos cuánto había avanzado aquel pueblo en la técnica arquitectónica, no inferior a la de los cretomicénicos.
Uno de los pucaraes mejor conservados es el de Sacsahuamán, construido en tres rampas, rematadas por tres grandes torreones que dominan todo el valle del Cuzco, al que hacía así inexpugnable; la fortaleza de Oilantaytambo, que guarda la entrada del cañón del Urubamba, lo mismo que la mencionada anteriormente, nos dice de la sapiencia estratégica de los guerreros incas tanto como de su ciencia arquitectónica.
Otro aspecto sorprendente de la civilización incaica, cuya utilidad práctica se extiende hasta el presente, es la de las obras viales. Caminos anchos, muchos de ellos de hasta seis metros, pavimentados con lajas, alcantarillados, unían al Cuzco con las más distantes zonas del imperio, llegando hasta los actuales límites con Colombia y hasta el río Maule, en Chile. Las vallas opuestas por ríos o precipicios eran salvadas con puentes cuyo tendido demuestra amplios conocimientos de ingeniería.
Pero fue en el trazado de obras de regadío y en el sistema de andenes para aprovechar las laderas de las montañas para cultivos, en lo que los incas alcanzaron sus más notables éxitos. Los andenes de cultivos trazaron en las faldas de la sierra unas como gigantescas graderías, en las que la tierra vegetal, escasa en el Perú por la naturaleza rocosa de su suelo, era contenida, evitando que los torrentes, la lluvia o el viento la arrastraran.
Los acueductos y canales distribuían racionalmente el agua desde lo alto de la sierra a los , lugares más apartados de los valles, de modo que lo que aparentemente la Naturaleza había destinado para erial, fue transformado por el ingenio, la constancia y el trabajo de los incas en un vergel. La agricultura, más que la minería,, dio al imperio de Tahuantinsuyo el esplendor que atrajo la codicia de los conquistadores.
En el vestido de las clases nobles se reflejaba este esplendor; aunque la indumentaria se componía de las mismas piezas, la de los altos personajes se adornaba con planchas, pendientes y brazaletes de oro y plata. Los varones usaban el llauto, a manera de casco tejido en lana de vicuña, de vivos colores; la túnica con mangas,, llamada une jo; los rigores del frío se atemperaban cubriéndose con el abrigado poncho. En verano, los jóvenes guerreros vestían sólo la huara, pequeño faldellín ajustadamente ceñida a las caderas. Todos calzaban las universales ojotas, suela sostenida en el pie por un breve tiento en torno del tobillo. El vestido de las mujeres tenía su pieza más típica en el quepe, manto que les permitía llevar a sus hijos, cargar bultos y cubrirse, al mismo tiempo. Toda la labor de hilandería era cumplida por las mujeres; desde la infancia casi, las niñas incas aprendían el manejo de la pusca, especie de rueca bastante perfeccionada.
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