Nicolás Copérnico nos legó una de las piedras angulares
Como no es conveniente que visitemos uno de estos teatros del cielo sin conocer sus principios fundamentales, brevemente recordaremos cómo los hombres de ciencia llegaron a concebir la construcción de un planetario. Haciendo un poco de historia, diremos que fue Nicolás Copernico quien, en su importantísima obra De Revolutíoníbus Orbium Coelestium, publicada en 1543, lanzó el concepto -entonces no creído- de que el sistema planetario al que pertenece la Tierra tiene por centro al Sol. Esta tesis tardó casi un siglo en ser aceptada, y sobre ella basáronse el holandés Huygens y el dinamarqués Roemer para construir, durante el siglo xvii, los primeros modelos de planetarios. Con tal fin emplearon globos proporcionados, a distancias relativas, para representar a los planetas por cuanto se refiere a su tamaño natural y a sus respectivas posiciones reales.
Durante centenares de años utilizáronse varios tipos de planetarios, todos ellos parecidos a los modelos de Huygens y de Roemer, para demostrar la revolución "copernicana" de los planetas alrededor del Sol. De estos dispositivos, probablemente el mejor se halla en el Museo Alemán de la ciudad de Munich, en el cual una especie de cesto movible transporta al observador a lo largo de una ruta que equivale a la órbita terrestre. Con la ayuda de un anteojo pueden observarse los movimientos de los demás planetas y de las estrellas. Pero este modelo no transmite las distancias relativas en forma correcta y, por lo tanto, la alineación propia de los distintos cuerpos celestes. Cuando, en 1913, se encargó a Zeiss la construcción de un dispositivo mejor, sugirióse que los astros deberían representarse mediante lámparas eléctricas fijas, o móviles sobre una cúpula rotatoria. De cualquier modo, esta propuesta fue prontamente descartada en favor de otra, debida al óptico, doctor Bauersfeld, en la cual las imágenes de los cuernos celestes eran proyectadas por sendos rayos de luz sobre una cúpula fija. El aparato resultante significó un éxito notable para su creador. Se dedujo que si la bóveda planeada pudiera alcanzar los 50 metros de diámetro, el aspecto sería sumamente parecido al del cielo verdadero. Y, en efecto, así fue.
En el modelo del doctor Walter Bauersfeld, el instrumento de proyección, semejante a una palanqueta grande de gimnasia, gira reproduciendo los movimientos reales y aparentes de los planetas, las estrellas y otros cuerpos celestes, en un recinto sin columnas ni pilares, a fin de no interceptar los rayos luminosos que emite el proyector. Gracias a este invento, los espectadores pueden suponerse trasladados a una latitud determinada cualquiera y observar, exactamente reproducido, el firmamento de ese mismo sitio.
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