Los lentos viajes en diligencia en distintos países de Europa


Mal conservadas, pero seguras, las carreteras construidas por los romanos en la Europa occidental no tuvieron servicios regulares hasta el siglo xv, en que se instituyó el correo por caballos, o postas, reservado al principio para el transporte de despachos y de agentes del Estado. Posteriormente fueron admitidos también los particulares a servirse de él; las paradas establecidas en las carreteras alcanzaron una vida activa, y a sus lados se alinearon numerosas posadas y mesones. Muchas aldeas europeas que constan de una extensa calle, formada a lo largo de la carretera, no eran en su origen más que antiguas paradas.

No tardaron en aparecer los coches llamados diligencias.

En 1647 existía un servicio de coches públicos o de posta entre París y 43 ciudades francesas. Las grandes ciudades se hallaban servidas por carrozas, que en 1692 salían dos veces por semana para Dijon, y recorrían el trayecto en 8 días en invierno y en 7 días en verano. Otras ciudades se contentaban con carretas, “una carreta cubierta de tela, donde llueve -escribe de Boislisle-, y con no ser este carruaje ni decoroso ni cómodo, son muchas las personas que lo soportan”. Los viajes eran lentos, incómodos y fatigosos; los gastos de posada doblaban los ya muy elevados del transporte. En algunos países no se viajaba en las diligencias durante la noche, porque ciertas carreteras eran poco seguras por las condiciones del terreno quebrado o por hallarse infestadas de bandidos que a mansalva despojaban a los viajeros; y también porque algunas ciudades cerraban sus puertas después de puesto el sol.

Las turgolinas o coches de posta, llamados así por haber sido puestos en circulación por Turgot, célebre economista y político francés, fueron los primeros vehículos que viajaron noche y día. Desde entonces se logró ir por primera vez de París a Burdeos en 6 días, siendo antes la duración de este trayecto casi el doble; pero la velocidad media, con motivo de las frecuentes paradas, no excedía de 4 kilómetros por hora.

En Alemania, una distancia de 150 kilómetros exigía tres y aun cuatro días de viaje. En julio de 1750, el poeta Klopstock, en una diligencia de cuatro caballos, fue de Magdeburgo a Halberstadt en 6 horas, esto es, a una velocidad de 7 kilómetros por hora. Aunque semejante rapidez hoy nos parezca insoportable y ridicula, entonces se consideró extraordinaria. Las lluvias de primavera y de otoño hacían a veces imposibles los viajes, y por este motivo, en 1764, la delegación hannoveriana tuvo gran trabajo en poder llegar a Francfort para la coronación del emperador.

En Inglaterra, donde las comunicaciones con Escocia eran, como hoy, de las más rápidas, en 1763 se necesitaban de 12 a 14 días para ir de Londres a Edimburgo, y no había más que una salida al mes. Por lo que hace a la circulación interurbana, los ómnibus no aparecieron en Londres hasta mucho después de haberse conocido en París; y en ambas capitales tuvieron una época de gran florecimiento, que se prolongó hasta que se establecieron auto-ómnibus, tranvías y, por último, trenes subterráneos.

A pesar de lo dicho sobre la lentitud y graves incomodidades que ofrecía la comunicación entre ciudad y ciudad, sería injusto desconocer las mejoras que se introdujeron posteriormente en la circulación por carretera en coches de posta o diligencias, antes de que se tendieran las grandes líneas férreas.

Napoleón mandó construir en los Alpes carreteras empedradas, de rampas sabiamente calculadas, y más tarde se hizo otro tanto en los cantones suizos y en Austria. El camino “de España a Italia” por el collado de l'Argentiére, los del Monte Cenis (1810). del Simplón (1806), del San Gotardo (1830), del Stelvio (1825) y otros, son de aquella época.

La velocidad de los viajes había aumentado mucho. Sin deducir las paradas, de 4,3 kilómetros que se recorrían por hora, en 1814, se llegó a 6,5 en 1847, y a 9,5 en 1870; por último, las mensajerías transportaban a sus viajeros, en las carreteras mejor servidas, a 12 kilómetros por hora.

La invención del motor de explosión hizo posible la aparición de un nuevo vehículo que habría de mejorar los transportes, facilitando los viajes y aportando a los viajeros innumerables beneficios: el automóvil.

Los automotores han ido, poco a poco, sustituyendo a los vehículos de tracción animal en todos los países civilizados. Con su advenimiento, los viajes se hicieron mucho más cortos, cómodos y económicos.