Por qué los huevos de las urias no caen de los acantilados
Encontramos, por ejemplo, en los bordes de un acantilado varias especies de aves escalonadas a distinta altura. Primero están las urias; después siguen los piconavajas; a un nivel superior anidan los papagayos de mar; y en las alturas más inaccesibles se ven los nidos de las gaviotas. Diríase a primera vista que reina gran confusión en el momento de llegar las aves y de buscar sus respectivos nidos; pero todo está en orden, y cada especie sabe guardar el lugar que le corresponde.
A pesar de que viven juntos la uria y el piconavaja, sus nidos son muy diferentes. El piconavaja se limita a buscar entre las rocas un lugar resguardado en donde colocar el único huevo que acostumbra poner la hembra; necesita únicamente que en la roca desnuda exista alguna hendidura, para que el huevo no vaya rodando y se despeñe del acantilado. A la uria no le hace falta ni siquiera lomar esta precaución, siempre que las rocas sean altas y estén fuera del alcance de los hombres, el ave se da por satisfecha y deposita su huevo en el borde de un precipicio, sin que parezca importarle que ese huevo pueda caerse, haciéndose pedazos al pie de las peñas.
Pero no es posible que ocurra tal percance, pues el huevo es de forma alargada y muy grueso por un extremo, mientras que por el otro termina en punta. Cuando se lo empuja no puede rodar, como lo haría un huevo redondo, sino que gira describiendo una pequeña circunferencia. Si no fuera por esta particularidad, no tardarían en extinguirse las urias, pues cada movimiento que hace esta ave bastaría para despeñar un huevo de forma ordinaria.
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