El nacimiento de la abeja reina y el vuelo nupcial
Sigamos ahora los cambios de nuestra bien desarrollada larva real. Ha completado ya su período de asimilación y crecimiento, y ocupa su holgada celda, donde todavía conserva, en el fondo, una buena reserva de jalea real. Las obreras sellan la cuna con un capuchón de porosa cera, y la larva empieza a tejer un largo hilo de seda que rodeará las paredes de su prisión, haciéndolas suaves y confortablemente abrigadas. ¿El despliegue de este capullo sedoso tiene alguna relación con la captación y posterior utilización de radiaciones de origen externo? ¿Constituye la malla en cuyo círculo se ha de concentrar la misteriosa energía a la que se deben los fenómenos de la metamorfosis? Éstas son preguntas a las que la ciencia todavía no puede contestar.
Luego, todas las larvas entran en un período de aparente quietud cuya duración varía según los diversos individuos. Pero en esa inmovilidad, cálida y vigilada, asistimos a uno de los espectáculos más grandiosos, en este microescenario de la celda inviolada. En el interior de la larva, todas las células, con excepción de la tenue cutícula que forma el manto o la piel, se disuelven: se eliminan vallas, divisiones, paquetes glandulares, intestino o segmentos, anillos, etc. La larva se convierte en una bolsa llena de un líquido blanco amarillento y se asemeja a una gigantesca célula cuyo contenido es protoplasma vivo. Después, como el cristal surge de la solución sobresaturada, como el cuerpo volátil se sublimiza en agujas o escamas de figura geométrica siempre igual y constante para cada grupo inorgánico cristalizable, así comienzan a aparecer los tenues esbozos de la cabeza, el tórax, el abdomen, los ojos, las patas y los órganos bucales, en la faz exterior, y, en la interior, el cerebro, el aparato circulatorio, el intestino, las glándulas y el aguijón. Primero los ojos son blancos; luego, rosados, y al final, negros; la epidermis se transforma en esqueleto quitinoso, primero amarillo, luego castaño o negro, según las razas, y aparecen pelos, antenas y finalmente alas. Todo se ha desarrollado como obedeciendo a un patrón tipo y a leyes precisas de ordenación y reagrupamiento de átomos y moléculas. Todo se ha producido en el transcurso de pocas horas. Es como si las fuerzas de la Naturaleza se hubieran concentrado y puesto a construir, con la invisible mano de un artista genial, un molde invariado en los milenios, siempre igual en el espacio y en el tiempo, y cuyo producto es este maravilloso ser, futura reina, zángano bullanguero o laboriosa obrera, al que podemos ver transformarse en el lapso de pocas horas. Y la ninfa queda allí, rígida, cual una momia, sumergida en el letargo del proceso de su madurez.
El desarrollo continúa todavía por un par de días, y a su término la abeja totalmente formada, rompe el alveolo de su capullo y abandona su celda. Desde el día en que el huevo fue depositado hasta este momento final, la reina ha empleado dieciséis días, y veintiuno la obrera; el zángano ha necesitado veinticuatro. Pero no es ésta la única diferencia entre ellos: las obreras y los zánganos, cuando terminan su ciclo de larvas, solamente pesan algunos miligramos menos de lo que pesarán cuando penetren en el mundo de la colmena por sus propios medios; se ha comprobado, en cambio, que la reina recibe un extraño aporte de energía que transforma su peso, acusando 192 miligramos al terminar su ciclo larval y 278 miligramos el día en que sale con toda su belleza e impetuosidad de joven soberana. Esta biosíntesis de las ninfas reales es sin duda otra de las maravillas que se suman a las ya múltiples de la colmena. Parecería que el caudal de vitalidad que emana por todos los poros de este encantado país de la supervivencia donara a las futuras reinas el poder de acumular energías provenientes, no de sus alimentos materiales, sino del concierto de ondas que inundan el mundo, a lo que deberían la precocidad de su desarrollo, el vigor de su talla y su longevidad.
Al nacer, la joven reina encuentra el trono de la colmena desocupado. Su madre, reina hasta este momento, ha partido de la colonia, ha encabezado la marcha de una parte del enjambre y va en pos de un nuevo destino, en otra ubicación, en otro tronco hueco o en otra casa preparada por el hombre. Se apresta, pues, la nueva soberana a visitar su poblado imperio y a tomar posesión de él. Como primera medida, no permitirá que otras ninfas reales le disputen su privilegio, ganado por el hecho de ser la primera en terminar su ciclo larval. Suenan las trompetas de guerra desde el interior de las celdas reales que aún no han cumplido su madurez. La nueva reina va marcando, una a una, las paredes de las otras celdas reales, y las obreras que forman ahora su séquito las rompen, matando a las ninfas inmóviles. Solamente una de ellas es respetada: es la celda de la última larvita del postrer huevo puesto por la madre antes de emprender vuelo; está aún sin sellar, y es una reserva que dicta la prudencia y la previsión para el caso de un accidente imprevisto de la joven reina.
Esta previsión de las abejas es otra de las maravillas que debemos considerar. La juvenil reina debe afrontar dentro de poco una prueba que entraña riesgos. En el vuelo nupcial, que está por emprender, puede extraviarse o puede ser abatida por un enemigo rapaz. En este caso la colonia, sin larvas menores de tres días, quedaría irremisiblemente huérfana y condenada a la extinción. Vanos serían los esfuerzos que puedan desarrollar las abejas; algunas obreras pondrán, sin duda, huevos; pero éstos, por provenir de una hembra que no fue fecundada, darán nacimiento a zánganos: el aniquilamiento total es inevitable. Además la moral de la colmena decae en ausencia de la reina, y los enemigos atacan impunemente a la otrora floreciente colonia, convertida hoy en comunidad agonizante. Todos estos peligros son los que prevén las abejas, y por ello, como vimos, respetan la última celda real. Sólo cuando la nueva reina vuelva de su vuelo nupcial con los atributos de la fecundidad prendidos al abdomen, y no antes, será destruida la última celda real.
Muy a menudo nacen simultáneamente dos o más reinas vírgenes, y entonces, al encontrarse sobre los panales, se traba mortal combate hasta que una sola queda dueña del cetro.
Ahora todo está dispuesto para el último acto que la consagrará como reina. En una mañana de sol levanta el vuelo hacia las alturas, seguida por el aletear bullanguero de los zánganos; la reina vuela infatigable, y los zánganos, cansados, van abandonando su persecución. Al final uno solo se remonta con la reina, y en la altura soleada tiene su momento de bodas; el elegido paga tal osadía con su vida y muere en el mismo instante de fecundar a la reina. Y ésta vuelve a su panal, donde será desde ese momento la dueña indiscutida.
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