De cómo influye la temperatura sobre la vida de las abejas


Como todo ser orgánico, la abeja respira y mantiene, mediante el intercambio gaseoso del oxígeno con sus células, una actividad vital que se traduce en el consumo de alimentos y en la producción de calor.

Pero la abeja no es capaz de conservar este calor en su cuerpo, ya que carece para ello de los tejidos adecuados; aquél, en consecuencia, es irradiado prontamente a través de sus poros, tráqueas o por su esqueleto quitinoso. Las variaciones de la temperatura exterior sólo la afectan cuando ésta desciende de ciertos límites. Corrientemente por debajo de los 10°C no hay actividad fuera de la colmena: el frío la paraliza. También se reduce en el interior del nido; a medida que desciende la temperatura exterior, las abejas se van agrupando cada vez más, estrechando sus filas, deteniendo la reina la postura, y las obreras, la crianza de nuevas larvas. Cuando nos hallamos con valores cercanos a 0°C, se forma la bola invernal, con lo que la colmena entra en una especie de letargo, casi sin movimiento y actividad ni consumo de reservas, y puede resistir temperaturas bajísimas. Por otra parte, para iniciar la reina su postura son necesarias temperaturas cercanas a los 30"C; las obreras, por su parte, empiezan a trabajar con una temperatura de unos 25°C y lo hacen mientras el termómetro no señale más de 36CC; en este caso también se interrumpe la actividad, pero sólo momentáneamente y sin formar la bola característica del invierno.

Pero quizás lo más notable es que en el recinto lleno de actividad de esta nursery prodigiosa, que es el panal durante los períodos de trabajo, un verdadero sistema de aire y temperatura acondicionados mantiene el termómetro entre los valores medios requeridos de 34 a 35°C y la humedad entre 50 y 60 %. Haya vientos fríos o noches intempestivas, esté el sol abrasando o llueva a cántaros, la temperatura y humedad de la cámara de cría se mantiene invariable, regida por sistemas de una precisión digna del más avanzado progreso tecnológico.

Al nivel de los potentes paquetes musculares torácicos, que son los que hacen posible la asombrosa movilidad de las alas de las abejas, se efectúa un intercambio de azúcares y oxígeno semejante al observado en otros órdenes de la actividad celular. Consumen miel y producen con el batir de sus alas, casi semejante a un temblor, cierto trabajo que, a su vez, produce calor. Por el contrario, si lo que hay que hacer es contrarrestar los efectos de una temperatura excesiva, este mismo batir de las alas provoca una corriente de aire que hace descender la marca termométrica de la colmena, la ventila y concentra, por evaporación, las gotas de néctar; acarrean, para estos mismos efectos, agua en cantidades notables, ya que pueden llegar en un día muy caluroso hasta los diez litros.

Pero el verdadero calor, el calor de hogar que hace posible la notable incubación de las crías, es de otro origen: es del tipo de calor radiante proveniente del conjunto y suma de radiaciones de los miles de habitantes de la colonia; es un calor parecido al que produce una lámpara de rayos infrarrojos o la sensación calórica de la diatermia. Ondas o rayos provenientes de una actividad de las abejas aún poco conocida son los factores que hacen posible el gran despliegue de energía que éstas efectúan en sus diferentes tareas, especialmente durante la recolección de néctar y polen, y el transporte de las pesadas cargas con que vuelven de su labor diaria. ¿Cuál es el origen de este calor y de esta energía? ¿cósmico? ¿desintegración atómica? ¿fusión? ¿fisión? ¿No poseerán estos alquimistas alados, entre otros tantos secretos, también el de la transmutación de la energía? ¿No acumularán la luz en partes especiales de sus cuerpos, convirtiéndola en movimiento para sus vuelos y en calor para sus crías? Es posible que sea afirmativa la respuesta a estas preguntas, ya que los más modernos estudios con elementos isótopos radiactivos están dando confirmación a nuestros apasionados interrogantes: una cosa es hoy verdadera, y es que la abeja obtiene su energía y calor de una fuente que no es ni la oxidación ni la combustión resultantes del consumo de miel o polen. En efecto: según los cálculos más rigurosos, entre la capacidad y rendimiento de éstas, por una parte, y sus necesidades y consumo, por otra, hay un manifiesto déficit; se requiere, pues, un fluido de origen extraño para poder cubrirlo.

Por otra parte, el origen de este fluido no debe resultar algo raro: se lo llame ondas, fotones, radiaciones cósmicas o microcósmicas, este fluido existe, y la ciencia así lo ha comprobado. Las modernas investigaciones sobre las abejas admiten, pues, como un hecho el que éstas lo captan, lo concentran y lo transforman, restándonos sólo determinar el modo como lo utilizan y cuál es el mecanismo que interviene como herencia y parte sustancial de sus procesos biológicos.

Son, en consecuencia, las abejas las únicas criaturas vivientes que nos presentan esta prodigiosa particularidad en forma tan completa, perfecta y eficiente.

Además son, juntamente con sus primas hermanas las hormigas, los únicos seres que resisten el bombardeo de las partículas atómicas hasta más allá de los 5.000 Roentgen, sin que ello provoque en ellas mutaciones o destrucción. Si pensamos que el ser humano sucumbe a breve plazo cuando ha recibido una radiación de 400 ó 500 Roentgen, no podemos evitar esta pregunta: ¿Poseerán las células de las abejas la coraza biológica que permita sobrevivir a los mayores desastres de una guerra nuclear? Fascinante sendero para los estudios de los modernos biólogos.