LA TEMPESTAD - José Zorrilla


Estos sonoros y majestuosos versos de José Zorrilla pintan con gran vigor no sólo el fenómeno meteorológico de la tempestad, sino también las impresiones que recibe el ánimo ante el espectáculo que le ofrece la Naturaleza conturbada.

¿Qué quieren esas nubes que con furor se agrupan
Del aire transparente por la región azul?
¿Qué quieren cuando el paso de su vacío ocupan,
Del cénit suspendiendo su tenebroso tul?

¿Qué instinto las arrastra? ¿Qué esencia las mantiene?
¿Con qué secreto impulso por el espacio van?
¿Qué ser velado en ellas atravesando viene
Sus cóncavas llanuras, que sin lumbrera están?

¡Cuál rápidas se agolpan! ¡Cuál ruedan y se ensanchan
Y al firmamento trepan en lóbrego montón.
Y el puro azul alegre del firmamento manchan
Sus misteriosos grupos en torva confusión!

Resbalan lentamente por cima de los montes.
Avanzan en silencio sobre el rugiente mar;
Los huecos oscurecen de entrambos horizontes;
El orbe y las tinieblas bajo ellas va a quedar.

La luna huyó al mirarlas: huyeron las estrellas,
Su claridad escasa la inmensidad sorbió;
Ya reinan solamente por los espacios ellas;
Doquier se ven tinieblas, mas firmamento, no.

En vano nuestros ojos se afanan por hallarle
Del tenebroso velo que lo embozó detrás;
Que cuanto más los ojos se empeñan en buscarle.
Se esconde el firmamento de nuestros ojos más.

¡Las nubes solamente! ¡Las nubes se acrecientan
Sobre el dormido mundo! ¡Las nubes por doquier!
A cada instante que huye, la lobreguez aumentan,
Y se las ve en montones sin límites crecer.

Ya montes gigantescos semejan sus contornos,
Al brillo de un relámpago que aumenta la ilusión:
Ya de volcanes ciento los inflamados hornos,
Ya de movibles monstruos aligero escuadrón.

Ya imitan apiñadas de los espesos pinos
Las desiguales copas y el campo desigual;
Ya informes pelotones de objetos peregrinos
Que mudan de colores, de forma y de local.

¿Qué brazo les impele? ¿Qué espíritu les guía?
¿Quién habla dentro de ellas con tan gigante voz,
Cuando retumba el trueno y cuando va bravía
Rugiendo por su vientre la tempestad veloz?

Acaso en medio de ellas a visitar los mundos
El Hacedor Supremo del Universo va;
Y envuelto en sus vapores, sus senos más profundos
Estudia, y sus cimientos, por si caducan ya

Acaso de su carro tras la vibrante rueda
Con impotente saña caminará Luzbel.
Y porque allí cegarle su resplandor no pueda.
Agolpará esas nubes entre su gloria y él.

Y acaso alguna de ellas será la formidable
Que circundó la cumbre del alto Sinai,
En tanto que el ardiente misterio impenetrable
Que iluminó al profeta se fermentaba allí.

Acaso será alguna la que vertió en Sodoma
En inflamadas fuentes la cólera de Dios;
Acaso será alguna la que en los mares toma
Las aguas de un diluvio que le acompaña en pos.

¡Señor, yo te conozco! La noche azul serena,
Me dice desde lejos: “Tu Dios se esconde allí”;
Pero la noche oscura, la de nublados llena.
Me dice más pujante: “Tu Dios se acerca a ti”.

Te acercas, si; conozco las orlas de tu manto
En esa ardiente nube con que ceñido estás;
El resplandor conozco de tu semblante santo
Cuando al cruzar el éter relampagueando vas.

Conozco, si, tu sombra que pasa sin colores
Detrás de esos nublados que van en tropel;
Conozco en esos grupos de lóbregos vapores
Los pálidos fantasmas, los sueños de Daniel.

Conozco de tus pasos las invisibles huellas
De! repentino trueno en el crujiente son,
Las chispas de tu carro conozco en las centellas,
Tu aliento en el rugido del rápido aquilón.

¿Quién ante ti parece? ¿Quién es en tu presencia
Más que una arista seca que el aire va a romper?
Tus ojos son el día: tu soplo la existencia;
Tu alfombra el firmamento: la eternidad tu ser.

¡Señor! yo te conozco, mi corazón te adora;
Mi espíritu de hinojos ante tus pies está;
Pero mi lengua calla, porque mi lengua ignora
Los cánticos que llegan al grande Jehová.

Palomas de los valles prestadme vuestro arrullo.
Prestadme, claras fuentes, vuestro gentil rumor.
Prestadme, amenos bosques, vuestro feliz murmullo.
Y cantaré a par vuestro, la gloria del Señor.

Si su hálito llegara al harpa del poeta.
Si a mi, Señor, bajara tu espíritu inmortal.
Mi corazón henchido del fuego del profeta
Cantara, y no tuvieran sus cánticos igual.

Mi voz fuera más dulce que el ruido de las hojas
Mecidas por las auras del oloroso abril,
Más grata que del fénix las últimas congojas,
Y más que los gorjeos del ruiseñor gentil.

Más grave y majestuosa que el eco del torrente
Que cruza del desierto la inmensa soledad,
Más grande y más solemne que sobre el mar hirviente
El ruido con que rueda la ronca tempestad.

¡Mas hay! que sólo puedo postrarme con mi lira
Delante de esas nubes con que ceñido estás,
Porque mi acento débil en mi garganta expira
Cuando al cruzar el éter relampagueando vas.

Tu espíritu infinito resbala ante mis ojos.
Aunque mi vista impura tu aparición no ve,
Mi alma se estremece, y ante tu faz de hinojos
Te adora en esas nubes mi solitaria fe.