Parte 1
¡Cuántas veces sentado en tu ribera,
¡Oh mar!, como si oyera
La abrumadora voz de lo infinito.
Ha despertado en la conciencia mía
Honda melancolía
Tu atronador, tu interminable grito!
Todo enmudece y cae en el misterio:
El poderoso imperio
Que la tierra asoló con sus batallas;
Hasta los dioses que de polo a polo
Temidos son; tú sólo
Sientes rodar los siglos, y no callas.
No callas, y hasta el alto firmamento
Sube tu ronco acento,
Y cuando revolviéndote en ti mismo
Ruges furioso, en tus entrañas late
El horror del combate
Que empeña el huracán con el abismo.
Sólo alcanza poder tan soberano
El pensamiento humano,
Como tú grande, como tú profundo,
Que alzando sin cesar su voz de trueno,
Forja en su ardiente seno
Las glorias y catástrofes del mundo.
¡Ay si decir pudieras cuanto sabes!...
¿Qué hiciste de las naves
Con que surcó tu inmensidad la aciaga
Y trágica ambición? ¿A dónde han ido?
Como el mortal olvido
Tu oscuro fondo hasta el recuerdo traga.
Todo perece en ti sin dejar huella:
El barco que se estrella
Contra el peñón, la armada que devoras,
Los continentes que iracundo invades,
Las sordas tempestades
Que avanzan en tus olas bramadoras.
La tierra, en cuyo seno te reclinas.
Mantiene en pie las ruinas
Que las ciegas catástrofes dejaron.
Tú, con desdén soberbio, las rechazas:
Por ti pueblos y razas
Como sombras efímeras pasaron.
El furor de los tiempos, que venciste,
Sólo tu voz resiste:
Tu acento fue, como clamor de guerra,
El que la humanidad oyó primero,
¡Ay! y será el postrero
Que en su agonía escuchará la tierra.
Pero más, mucho más que cuando inmolas
Y abismas en tus olas
La insolencia del fuerte a quien humillas,
Mi espíritu conturbas y enajenas
Con las tristes escenas
Que esparcen el terror en tus orillas.
No lejos de un peñón agrio y salvaje
Que con recio oleaje
El cantábrico mar bate y socava,
Al través de los árboles blanquea
Casi ignorada aldea.
Sobre la costa inabordable y brava.
Mirando al mar, de frente al Océano,
Que sacudiendo en vano
La roca estéril sin cesar se agita,
El horizonte corta y se alza enhiesta
Sobre la calva cresta
Del picacho granítico, una ermita.
¡Con qué placer la gente pescadora,
Que al despuntar la aurora
Por entre escollos a la mar se lanza.
Del sol poniente al último vislumbre,
Ve lucir en la cumbre
Aquel faro de amor y de esperanza!
Cuando, salvo de innúmeros azares,
Torna a los patrios lares
El marinero audaz ¡con qué alegría,
Con qué ferviente fe, descalzo y roto,
Corre a colgar su voto
En aquel pobre templo de María!
¡María! que del piélago y del alma
Las tempestades calma;
Que recoge en sus brazos y consuela
Al náufrago del mar y de la vida.
Bálsamo a toda herida.
Puerto a toda aflicción. ¡Maris stella!
Desde el peñón desnudo y solitario
Que el blanco santuario
Con su apacible majestad abruma,
Contempla por doquiera la mirada
La costa acantilada
Donde se estrella con fragor la espuma.
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Luego, a medida que la luz desmaya,
Con rumbo hacia la playa
Cuyos contornos borra la neblina.
Se ven llegar las pescadoras naves.
Como tímidas aves
Que al nido vuelven, cuando el sol declina.
El faro, al descender la noche oscura,
En la empinada altura
De negro promontorio centellea,
Y su destello intermitente oscila,
Cual la roja pupila
De un Titán, que en las sombras parpadea.
Están, desde la cúspide del monte,
El mar y el horizonte
A la absorta mirada siempre abiertos,
Y al otro lado, en la vertiente opuesta
De la escarpada cuesta.
Reclinado el lugar entre sus huertos.
Silvestres hayas y robustos pinos
De los cerros vecinos
Orlan y ciñen la brumosa frente,
Por cuyas quiebras rueda y se desata,
Como liquida plata,
El sonoro raudal de alguna fuente.
Y allí, donde de pronto se despliega
La pintoresca vega.
Siguiendo los contornos desiguales
De la verde montaña, resguardado
Por el peñón tajado
De recios y furiosos vendavales.
Bajo el amparo de la iglesia santa.
Sobre la cual levanta
Sencilla cruz sus brazos redentores,
Sin que la sed de la ambición le aflija,
Humilde se cobija
Aquel pueblo de honrados pescadores.
Por entre los repliegues de una loma,
Rústico albergue asoma
Al margen de un arroyo cristalino,
Cuyo limpio caudal, abriendo calle
Por el fondo del valle.
Mueve después las piedras de un molino.
Fresca arboleda en sus orillas crece,
Y cuando el viento mece
Con leve impulso sus tupidas frondas,
Parece, reflejándose en el río,
Que el ramaje sombrío
En el espacio tiembla y en las ondas.
Junto al arroyo que lamiendo pasa
Las tapias de la casa.
Un joven pescador de piel curtida
Por el viento del mar, áspero y rudo.
Iba nudo por nudo
Recorriendo su red, al sol tendida,
Para coger los puntos de la malla.
Que en su postrer batalla
Rompió, saltando el pez, vencido y preso
En la jornada del pasado día,
Cuando la red crujía
De la copiosa pesca bajo el peso.
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