LOS EMIGRANTES - Edmundo de Amicis
Edmundo de Amicis (1846-1908). escritor italiano que alcanzó gran notoriedad en su patria y fuera de ella, se distinguió principalmente por sus obras en prosa. No se le puede considerar como un gran poeta, pues su actividad en este sentido fue escasa: sin embargo, algunas de sus poesías poseen real mérito. En la que va a continuación describe Amicis, tal vez con demasiada amargura, la partida de un numeroso grupo de emigrantes Italianos que salen de Génova, con rumbo al extranjero, a la América, sin duda, en busca del sustento y del bienestar que no pueden encontrar en la vieja patria.
Apagada la vista, el cuerpo inerte.
Extenuados, de aspecto triste y grave.
Estrechando la esposa el brazo fuerte.
Ascienden a la nave
Cual se sube al tablado de la muerte.
Cada cual contra el pecho firme cierra
Cuanto posee mísero en la tierra:
Aquél un bulto, el otro un tierno infante
Que al cuello se le aferra
Temiendo al mar que ruge resonante.
Suben a bordo en larga fila, mudos;
Y en sus semblantes rudos
De desvelado llanto humedecidos
Aún por los saludos
Al país en el cual fueren nacidos,
La mirada reluce, que, funesta,
Sobre Génova todos tienen puesta
Con estupor profundo,
Como sobre una fiesta
La vista fijaría un moribundo.
Ora cruzan el líquido elemento
A proa, combatidos por el viento;
Van a tierra lejana
En busca del sustento
Que la patria cruel niega inhumana.
Por traidor mercader van engañados
Como objetos de escarnio al extranjero:
Bestias de carga, ilotas despreciados,
Carne de pudridero
Que alquiló por vil precio el usurero.
¿Adonde irán? A la región incierta
En la cual tanta gente quedó muerta;
Como el mendigo ciego vagabundo
Llama de puerta en puerta,
Ellos errantes van de mundo en mundo.
Van con sus hijos como gran tesoro;
Por capital, una moneda de oro
Fruto vil de sus sudores
Y las mujeres van con hondo lloro
Heridas del dolor de los dolores.
Y a pesar de la angustia de tal hora,
Cada uno a su patria fiel adora,
Aman, no obstante, el maldecido suelo
Que sus hijos devora,
Donde uno goza y mil claman al cielo.
En tan solemnes últimos instantes
Recuerdan las cascadas resonantes,
las casitas blancas do vivieran,
los lagos brillantes,
la aldea feliz en que nacieran.
Tal vez lanzando alguno un alarido
Tornara presuroso al pobre nido
De la elevada cumbre,
En donde el padre de dolor transido
No soporte la inmensa pesadumbre.
¡Pobres viejos, adiós! Quizá en un plazo
Muy corto, la miseria con su abrazo
Os circunde, y al gran montón de escombros
Iréis en cuatro hombros,
Y os echará la tierra un solo brazo.
¡Pobres viejos, adiós! Quizá a esta hora
En les colinas que el ocaso dora
Lloráis por vuestros hijos; vuestros llantos
Los bendicen ahora...
¡Todos van a sufrir: a morir cuantos!
Ya se mueve el bajel, comienza lento.
Zarpa, Génova gira, sopla el viento,
Vago velo se esparce en la ribera,
Se agita al firmamento
El gentil gallardete y la bandera.
Quien, la costa al perder, extiende el brazo;
Quien inclina la frente en el regazo
Do va su niño, el dique de sus ojos
Rompido, añuda el lazo...
Quien, a Dios implorando, cae de hinojos.
La nave se apresura; muere el día;
El rumor de cruel melancolía
De las ondas, reunido al son incierto,
Proclama la agonía
De las almas que quedan en el puerto.
¡Ay, hermanos, adiós!, turba doliente,
Compasivo os sea el cielo, el mar clemente;
Que el sol no os abandone en el viaje;
Adiós, mísera gente:
¡Ánimo, hermanos, paz, valor, coraje!
De fraternal cariño atad el nudo;
A los niños cuidad del cambio rudo;
Repartios el pan, ropas, dinero;
Como un haz, al sañudo
Combate resistid del extranjero.
Y que os consienta Dios cruzar los mares,
Y todavía encontrar de las desiertas
Moradas, sin pesares.
Los padres esperándoos en las puertas.
Pagina anterior: LAS DOS GRANDEZAS - Eduardo de la Barra
Pagina siguiente: LA FLOR DE LUZ - Rubén Darío