EL VELO BLANCO - Mauricio Hartmann
La noble altivez de una madre húngara, que no vacila en recurrir a un piadoso engaño para que su hijo, condenado a muerte en la flor de la edad por haberse rebelado contra la autoridad imperial en defensa de la independencia de su patria, se mantenga sereno hasta el último trance, es el asunto de la siguiente composición de Mauricio Hartmann, poeta austríaco nacido en Duschnik (Bohemia) en 1821 y muerto en Alemania en 1872.
En cárcel tenebrosa encadenado
El fuerte conde yace, honor de Hungría,
A bochornosa muerte condenado,
Porque la saña impía
Del déspota imperial retó valiente,
Y en rebelión apoyo dio a su gente.
Harto entre siervos de vivir cual siervo.
Por sacudir el vergonzoso yugo,
La vida entrega a manos del verdugo.
Apenas cinco lustros cuenta el conde,
Y ya la muerte espera. ¡Y cómo! ¡Y dónde!
En la horca el ala fúnebre del cuervo
Mañana rozará su noble frente.
Pero él. risueño en tanto,
Tranquilo duerme sin dolor ni llanto.
Mas ¡ay! del duelo lágrimas sin freno
Vertió no ha mucho en el materno seno:
-¡Mañana, ay madre! ¿do estará tu hijo?
¡Qué presto he de morir! ¡Con qué prolijo
Tormento me despido de la vida
Ora que empieza a ser dulce y querida!
¡Adiós mis verdes lauros, los honores
Que me ofrecía pródiga la suerte!
¡Dichas y gloria, adiós! ¡Adiós, amores!
¡Es implacable el dardo de la muerte!
Mil veces en la lid la he afrontado
Con júbilo, sin miedo; Mil veces la he retado.
Teniéndola en la lucha tan cercana,
Y al verla no he temblado,
¡Y ay madre mía, temblaré mañana!
La madre contestó: -No tiembles, hijo;
Ante la regia silla
Iré a doblar humilde la rodilla.
En ella frío un déspota se sienta;
Mas de una madre el duelo
Ablandará su corazón de hielo,
Y cuando hicieres el fatal camino
Vuelve tu vista a mí; de tu destino
Cierta señal te haré, feliz o adversa.
Si me ves ondear un negro velo,
Prepárate a morir; fin a tus penas
Pronto dará la muerte.
Ve a ella con valor, con pecho fuerte;
¿No es húngara la sangre de tus venas?
Pero si ves cubierta
Mi faz de un blanco velo.
No tiembles, no; tu salvación es cierta,
Y de tu madre el duelo
Habrá ablandado el corazón de hielo
Del déspota inhumano.
No tiembles, hijo, aunque el cruel verdugo
Tu cuello agarre con sañuda mano.
Por eso duerme tan tranquilo el conde
En la postrera noche de su vida:
La muerte de su vista el dardo esconde,
Y engañador le muestra el blando sueño,
En porvenir risueño, de su madre
Envuelta en blanco tul, la faz querida.
Llega al fin la mañana;
Vibra la hueca voz de la campana,
Y en negra procesión la cárcel deja
El joven conde. Con amarga queja
Las damas de sus altos miradores
Por despedida lágrimas y flores
Llueven sobre el doncel; pero él no acierta
A distinguir a alguna;
Tan sólo en lo alto ve de una tribuna
La amada faz de blanco tul cubierta.
El joven conde va con firme paso
En medio de aquel lúgubre cortejo;
Su corazón no tiembla, ni hace caso
De los sayones que con saña fiera
Le hacen subir el último peldaño:
Con soga al cuello aun el perdón espera.
¿Y el velo blanco?... Fue piadoso engaño
Que urdió una madre con amor prolijo
Para no ver morir, temblando, a un hijo.
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