VICENTE DE PAUL- Francisco Coppée
Entre todos los maestros do la literatura, el poeta francés Francisco Coppée (1842-1908) es el que mejor ha sabido expresar, en el lenguaje más sencillo, los sentimientos más profundos y verdaderos del corazón humano. En este precioso relato, hecho con gran naturalidad y soltura, el poeta presenta a San Vicente de Paul, que recibió el merecido sobrenombre de Apóstol de la Caridad, en uno de los hechos más conmovedores de su generoso apostolado.
Vicente de Paul es un piadoso
Y anciano capellán de las Galeras,
De corazón humilde y candoroso,
De caridad sin tregua y sin reposo,
Y franco y popular en sus maneras.
En París, cuando viene,
Le prestan unas monjas aposento
En el hospitalillo del convento:
Cama y dos sillas duras allí tiene,
Y por todo regalo y todo aliño,
Un cuadro de la Virgen con el Niño.
A merced del impulso que en él arde,
Trajina haciendo bien mañana y tarde
Si visitó con paternal cariño
La guardilla indigente,
A Palacio después sin vano alarde
Va y demanda limosna a la Regente.
Pide, ruega tenaz, su empeño muestra,
Por todos los que sufren se desvive,
Y da con santo afán su mano diestra
Lo que la otra recibe.
Pero está cada día
Más viejo, más enfermo, y anda cojo.
Por alcanzar su caridad ardiente
La gracia que pedía
Para un forzado, que juzgó inocente.
Tomó su puesto, y con amarga pena
Seis meses arrastró, cansado y flojo.
La bala de cañón y la cadena.
Allá en los populosos arrabales,
Las gentes que le ven volver sombrío
A la ciudad, y entrar por los portales
Llevando en el manteo arrebujado
Algún recién nacido yerto y frío
Que halló en cualquier rincón abandonado
Y de la muerte salva,
Van repitiendo el nombre
Del viejecillo aquel de cerviz calva,
Y son amigas ya de tan buen hombre.
Pero esta noche, cuando el toque
lento Retumba de las doce campanadas,
Y las monjas entonan los maitines,
Vuelve triste Vicente a su convento,
Arrastrando las piernas, fatigadas
De tanto andar con fracasados fines.
Corrió París entero sin fortuna,
Sufriendo lluvias y pisando lodos;
No le reciben mal en parte alguna;
Pero tanto pidió, que casi todos
Van haciéndose atrás con buenos modos
La Reina guarda todo su dinero
Para la Val-de-Gracia; Mazarino,
En prometer ligero,
Cada vez, para dar, es más mezquino.
Mala fue la jornada;
Pero el anciano, de alma resignada,
Piensa echar un buen sueño, y más
erguido, Apresura el regreso a su posada.
Al llegar a la puerta, ve un chicuelo
En el lodo tendido;
Y se inclina sobre él con santo celo.
Aletargado está y entumecido;
Lo llama, lo acaricia, ruega, insiste...
¡Pobre muchacho! ¡qué vivir tan triste!
Llevársele los padres a Dios plugo;
No tiene hogar ni albergue;
No comió en todo el día un mal mendrugo
Al llamamiento de Vicente suave,
La frente adusta yergue
Y contesta con voz áspera y dura.
“Ven,” dice el viejo, y la oxidada llave
Mete en la rechinante cerradura.
En los brazos tomando sin reproche
Al niño aquel, que suciedad derrama,
Subió a su celda y lo acostó en su cama;
Y pensando después que a medianoche
Es Febrero muy frío, y que está helado
El huérfano infeliz mal arropado,
Lleno de buen deseo
Tiende a sus pies el húmedo manteo.
Él, tiritando trémulo, se sienta
En incómoda silla,
Frente al cuadro que hermosa
representa La Virgen sin mancilla,
Y comienza a rezar. ¡Oh maravilla!
Anímase la imagen; con destello
Dulcísimo sus ojos parpadean;
Separa blandamente de su cuello
Los brazos do Jesús, que lo rodean;
A San Vicente de Paul ofrece
El Niño que sonríe y resplandece,
Y le dice con labio conmovido:
“Toma: Bésalo tú; lo has merecido.”
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