TOMA DE VELO - Francisco Coppée
Esta poesía de Francisco Coppée deleita tanto por su estilo animado e insinuante, como por la nota de honrada sinceridad que ha puesto en ella su autor al describir, con lujo de detalles, la escena que da titulo a la poesía y los preliminares de la misma. En brillantes estrofas, compara Coppée los dolores, las injusticias y los vicios del siglo, con la vida pura, llena de altos ideales y sacrificios de Ja mujer que se ha consagrado a Jesús. Celeste Esposo.
En una calle próxima a la mía,
Que yo paso y repaso cada día,
Calle de poca vida y movimiento,
Vi, una mañana de Diciembre fría,
Muchos lujosos coches blasonados
Detenerse a la puerta de un convento,
Los gallardos corceles, adornados
Iban, cual suelen en nupcial jornada,
Con rosas en la pulcra cabezada;
Los vistosos lacayos empolvados
Abrían las sonantes portezuelas,
Y vestidas de armiño y ricas telas,
Damas bajaban de altanera frente,
Glacial mirada y noble continente.
Vi también apearse señorones,
Cuyo gabán de pieles medio abierto
Dejaba el pecho ver, todo cubierto
De condecoraciones;
Vi apearse prelados
Ostentando sus hábitos morados,
Y un cardenal con traje de escarlata:
Del Faubourg Saint Germain la flor y nata.
Se inclinaron con grave cortesía
Aquellos personajes de aire austero.
Cediendo el paso al que detrás venía,
Y entraron todos en la iglesia umbría
Con majestad quitándose el sombrero.
Marchóse la curiosa muchedumbre,
Y en la calle desierta
Del convento quedaron a la puerta
Los landos y su altiva servidumbre.
Atendí lo que hablaba
Con un solemne auriga un lacayuelo,
Y entonces comprendí que se trataba
De una toma de velo.
¡Era, pues, tu fulgor, límpida estrella,
Era tu aroma, pues, flor pura y bella,
Lo que en coro vulgar e impertinente
Congregó tanta gente!
¿Qué te puede ella dar? ¿Qué esperas de ella?
Piedad insulsa y desdeñosa.
Cuando A Dios el alma virgen consagrando.
Tú vendrás ante el ara, conmovida,
Pálida, como inquieta desposada.
Por el cendal blanquísimo velada,
Y jurarás con voz estremecida
Ser pobre y casta y fiel toda la vida;
Cuando sientas llegar a lo más hondo
De tus entrañas el contacto frío
De las tijeras, instrumento impío.
Que irán cortando tu cabello blondo,
¿Qué pensarán de tu sublime ejemplo
Los dichosos del mundo.
Que ostentan con alarde inverecundo
Su pueril vanidad hasta en el templo?
¿De qué les servirá tu sacrificio?
Irán de nuevo, ciegos, arrastrados
Por la locura o el placer o el vicio,
Al salir de estos muros consagrados
Do al mundo das la eterna despedida;
Y al ocaso, ya el cáliz de amargura
Agotado hasta el fin, cuando en tu obscura
Celda, en el duro suelo arrodillada,
No puedas más, por el cilicio herida;
Cuando dejes caer atribulada
Las manos juntas, y quizás te asalte
El horrible pavor de que te falte
Fuerza, y tu flaca voluntad sucumba.
Ellos, corriendo tras liviano encanto.
Te olvidarán, cual si el retiro santo,
Para ti fuese la cerrada tumba.
Pero yo me equivoco, dulce hermana;
Mi alma, poco cristiana.
Volar hasta tu altura no ha sabido;
Porque el hombre es perverso y corrompido
Mustiase aquí tu juventud lozana.
Por todos cuantos pecan en el mundo
Tú te ofreciste, víctima propicia;
Y en el día supremo y tremebundo
De la eterna justicia,
Para elevar en la balanza augusta
El platillo del mal, que a ti te asusta,
Que bastará, tu corazón espera.
El peso de tu hermosa cabellera
Sobre las negras losas esparcida.
Plegaria y penitencia; ese es tu triste
Porvenir; pero tú, tú lo quisiste;
Tu libre voluntad será cumplida.
Cada día, en el mundo más se agrava
Todo mal. ¡Inocente criatura.
Por todos los tiranos, sé tú esclava!
¡Por todos los lascivos, sé tú pura!
Sé tú buena por todos los malvados;
Sé pobre, por los ricos endiosados;
Por los que son felices, sufre y llora
Por los ateos, ora.
Como dijo el Arcángel a María,
“¡Bendita seas!” Y aunque -¡duda impía!-
Fuera desierta bóveda ese cielo
Al que diriges suplicantes manos,
Piedad pidiendo con ansioso anhelo
Para todos tus réprobos hermanos;
Aunque no obtengas nada,
Cuando joven, hermosa y envidiada,
Vivir muriendo buscas y deseas,
Niña, del ideal enamorada.
Por tu sublime error, ¡bendita seas!
Pagina anterior: EL PAPA LEÓN X - Antonio Fogazzaro
Pagina siguiente: LA BENDICIÓN - Francisco Coppée