Trágica aventura de los grandes días de la caballería andante
En uno de los que gozaron de más favor cerca de los nobles de España, contábase esta aventura en tiempo de Carlomagno. He aquí su argumento.
La víspera de San Juan, salió de su castillo el marqués de Mantua, acompañado de muchos de sus caballeros, y con ellos emprendió el camino de una floresta que bordeaba el cauce de un río, con ánimo de entregarse a los placeres cinegéticos. Era el día caluroso, y la caza abundante. A la caída de la tarde sentáronse marqués y acompañantes a la orilla del camino, para gozar un rato de descanso y tomar algún alimento. Perros y caballos quedaron sueltos; y los halcones, libres del capirote, se abalanzaron sobre la ración de pajarillos que sus amos habían matado durante el día. Distraídos estaban los cazadores en amena charla sobre las vicisitudes de la cacería, cuando se presentó de improviso un hermoso ciervo, entre la espesura del follaje. Parecía el animal sobremanera sediento, pues, ávido y cauteloso a la vez, se acercaba al borde del río para beber en su fresca corriente.
Al ver tan soberbia caza pusieron se todos en pie, resueltos a darle caza, y fue tal el ladrar de los perros, que de un solo salto perdióse el ciervo en la revuelta espesura del bosque. En un abrir y cerrar de ojos montaron a caballo el marqués y sus acompañantes y lanzáronse en persecución del animal, que asustado huía a refugiarse en alguna escondida guarida. En continuo galopar avanzaban rápidos los cazadores, sin advertir cómo, insensiblemente, iban alejándose unos de otros, hasta que ya entrada la noche, el marqués de Mantua se halló solo y lejos de los suyos. Hizo sonar el cuerno de caza, mas en vano; nadie le respondió; y su caballo, que sin descansar había recorrido más de tres leguas, estaba medio muerto de fatiga.
Apeóse el noble señor, y, después de atar el jadeante animal al tronco de un árbol, a cuyo pie se extendía mullida alfombra de verde y fresca hierba, púsose a caminar por la floresta, con la esperanza de dar con alguno de sus caballeros. Recorrió todo el bosque, despertando los dormidos ecos con su bocina, pero a sus oídos no llegó la respuesta ansiada que le diese la pista de los suyos.
Pasó un día y otro, y no había ya en toda la floresta rincón que el marqués no hubiera registrado, cuando al asomarse a un claro vio con sorpresa a un caballero, que yacía tendido al pie de un árbol, lamentándose con voz tan débil, que sólo de tiempo en tiempo lograba percibir sus quejas.
-¿Dónde estás, señora mía
Que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
O eres falsa y desleal.
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¡Oh mi primo Montesinos!
¡lnfante, don Merián!
¡Oh esforzado don Reinaldos!
¡Oh buen paladín Roldan!
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¡Oh, marqués don Oliveros!
¡Oh Durandarte, el galán!
¡Oh archiduque don Astolfo!
¡Oh gran duque de Milán!
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¡Oh emperador Carlomagno,
Mi buen señor natural.
Si supieras tú mi muerte
Cómo la harías vengar!
La voz del doliente caballero se apagaba por momentos, y como la brisa levantaba sordos rumores en el ramaje del bosque, sólo de una manera confusa y vaga se oyeron las tristes lamentaciones del desconocido.
-¡Oh noble marqués de Mantua,
Mi señor tío carnal!
¿Adonde estáis que no oís
Mi doloroso quejar?
………………………..
Turbado estaba el Marqués,
No pudo más escuchar:
El corazón se le aprieta
La sangre vuelto se le ha.
Llegóse a los pies del herido, pues deseaba y temía a la vez descubrir la terrible verdad de aquella desgracia, pero la sangre que cubría el rostro de la victima no le permitió reconocer en ella a su sobrino; y así hubo de preguntarle:
-Decidme, señor, quién sois
Y de qué es vuestro mal.
Que si remediarse puede,
Yo os prometo de ayudar.
El interrogado respondió que se llamaba Valdovinos y era hijo del rey de Dacia y sobrino del marqués de Mantua. Añadió que su esposa, la hermosa princesa Sevilla, hija del monarca moro de aquel reino, convertida a la religión cristiana, por llegar a ser su consorte, había tenido la desgracia de encender el fuego de una torpe pasión en el hijo del emperador Carlomagno, el príncipe Carlos o Carloto, el cual había dispuesto arteramente una partida de caza con el perverso designio de asesinarle a él y apoderarse luego de su esposa. Para mejor salir con su intento, cuando estuvieron en un lugar solitario de la floresta, mandó a sus escuderos alejarse con un falso pretexto, y, aprovechando la primera coyuntura, lo hirió a traición por la espalda y repitió los golpes hasta que, creyéndole muerto, se alejó del lugar al galope tendido de su caballo.
Cuando aquesto oyó el marqués
El habla perdido ha;
En el suelo dio consigo.
La espada fue a arrojar,
Las barbas de la su cara
Empezólas de arrancar,
Los sus cabellos muy canos
Comiénzalos de mesar.
………………………..
Con un paño que traía
La cara le fue a limpiar;
Desde que le hubo limpiado,
Luego conocido le ha.
En la boca lo besaba,
No cesaba de llorar;
Las palabras que decía,
Dolor es de las contar.
¡Oh sobrino Valdovinos,
Mi buen sobrino camal!
………………………..
¿Quién es el que a vos mató
Que a mi vivo fue a dejar?
Mientras así daba suelta el marqués a su dolor, acertó a pasar por allí un santo ermitaño que vivía retirado en el bosque. Pidióle entonces el de Mantua que le prestara ayuda para auxiliar al moribundo caballero; pero todo fue inútil, porque éste expiró a los pocos momentos, y ambos, marqués y ermitaño, cayeron de hinojos ante el cadáver y pidieron a Dios por el descanso del alma que acaba de romper su cárcel terrena. Cuando el marqués y su acompañante, después de trasladar el cuerpo de Valdovinos a la capilla, le quitaron la armadura y lo hallaron cubierto de lanzadas, el anciano caballero, puesta la mano sobre el altar y a los pies de un crucifijo, hizo juramento de vengar aquel crimen, y perseguir de muerte al autor.
Juro por Dios poderoso.
Por Santa María su Madre,
Por el Santo Sacramento
que aquí suele celebrarse,
De nunca peinar mis canas,
Ni las mis barbas cortar,
De no vestir otras ropas,
Ni renovar mi calzar,
De no entrar en poblado
Ni las armas me quitar.
………………………..
De no comer en manteles
Ni a mesa me asentar,
Hasta matar a Carloto
Por justicia, o pelear
O morir en la demanda
Manteniendo la verdad.
El buen ermitaño se esforzó por calmar con palabras de consuelo la cólera del noble anciano; y cuando éste hubo logrado sobreponerse a su dolor, preguntóle a su vez qué tierras eran aquéllas y quién era el señor de tales dominios. El santo varón, que no sabía con quién conversaba, respondió que toda la inmensa floresta que los rodeaba pertenecía al marqués de Mantua, el cual nunca se había dejado ver por aquellos contornos; y que las más cercanas viviendas eran su ermita, distante de allí más de una legua, y el castillo del gran duque de Milán, que se hallaba a más de cuatro. Oyó esto el marqués y suplicó al ermitaño no abandonase el cadáver de Valdovinos, en tanto él se encaminaba al castillo del duque de Milán en demanda de ayuda, e inmediatamente volvió a buscar su caballo, que entretanto había tomado abundante pasto y reposado con holgura. En el camino se encontró al escudero del difunto príncipe de Dacia, que tornaba de la engañosa correría a que el príncipe Carlos le obligara. La oportunidad del encuentro fue excelente y, así, hizo le sirviese de guía al castillo del duque de Milán, de quien obtuvo el auxilio necesario para trasladar el cuerpo del príncipe y preparar su enterramiento.
Mientras tales sucesos ocurrían, el emperador Carlomagno se sentaba, allá en París, en el trono de la Sala del Consejo, para dispensar justicia a todo el que la demandase. A su lado tenía a su sobrino Rolando, bravo caballero que era el terror de todos los malhechores. Iba ya el emperador a abandonar el trono, cuando le anunciaron que el duque de Milán, acompañado del marqués de Mantua, deseaba hablarle. Y pues ambos nobles eran vasallos suyos y sujetos a su autoridad, hízoles conducir a su presencia sin demora.
Acongojóse sobremanera el emperador Carlomagno, al saber la vil acción cometida por su hijo, pues era amante de la justicia y sólo con nobles hechos había engrandecido su reino; por tanto, declaró que si era cierto que el hijo del rey de Dacia había sido muerto a traición por el suyo, éste merecía la muerte, sin que de ella le librase la circunstancia de ser su propio hijo. El marqués de Mantua replicó al emperador que, puesto que la acusación era contra el príncipe heredero, no cumplía a tal padre ser juez de tal hijo, sino conforme a las antiguas usanzas de Francia, poner el juicio en manos del Consejo de nobles del imperio. Reunió el emperador el Consejo e hizo venir al príncipe Carlos para someterlo al dictamen de los consejeros. Al juicio asistieron los parientes más cercanos del infortunado Valdovinos, y entre ello su viuda, princesa de Sevilla, y su madre, la reina de Dacia.
Oyeron los jueces, que eran los grandes nobles del imperio, la acusación del marqués de Mantua contra el príncipe; y, no pudiendo negar éste el cargo que se le hacía de que, sin haber mediado contienda ni disputa alguna entre él y el príncipe de Dacia, le había dado muerte a traición y alevosamente, condenósele.
Primero a ser arrastrado
Por el campo y por la arena
Por un rocín mal domado
Después de lo cual queremos
Que sea descabezado
En un alto cadalso
Do pueda ser bien mirado
De fuera de la ciudad.
Por donde será llevado.
Después de lo cual cumplido
Y aquesto ser acabado.
Le corten manos y pies,
Porque sea más pagado
Y, después de aquesto hecho,
Que sea descuartizado.
Desde la prisión en que estaba recluido, el príncipe envió un recado secreto a Roldan (o Rolando), el cual empezó a reunir gente de armas para libertar al sentenciado, pero noticioso de ello el emperador, desterró de París a Roldan, por un año, y ordenó que el reo fuera puesto a buen recaudo y ejecutada fielmente la sentencia.
Otro día de mañana
Todo así fue acabado.
Ya sacaban a Carloto
Con los fierros muy ferrado,
Los pregoneros delante
Su gran maldad publicando.
………………………..
Cuando están en el lugar
Donde ha sido sentenciado,
Delante todo París
Fue el castigo ejecutado.
………………………..
Así murió don Carloto.
Quedó muy alevosado,
Y Valdovinos viviendo.
Aunque murió muy honrado.
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