San Benito huye de Roma siendo un muchacho
Muchos años hace, había en Italia una familia rica, cuyo hijo único era el encanto de todos por su afabilidad, por sus placenteros modales y por la agudeza de su ingenio.
Quisieron sus padres que fuera juez, y a este fin, cuando todavía era muy joven, lo enviaron a la gran ciudad de Roma, para que estudiara leyes. Pero el muchacho, que se llamaba Benito, vio en aquella Roma una ciudad temible y malvada; le disgustó el lujo que se le ofrecía a la vista, no menos que las ligeras, insustanciales y con frecuencia malas conversaciones que llegaban a sus oídos. En vez de pensar en las leyes, pensó en estas maldades, maravillándose del juicio que Dios formaría de la ciudad de Roma. Fue tanto lo que le desagradó esta gran ciudad, que huyó de ella y, determinado a servir al Señor en silenciosa soledad, se ocultó en un cerro no muy distante. Pero su antigua nodriza, que lo amaba tiernamente, siguió a Benito y lo cuidó con afectuoso esmero. Durante algún tiempo vivió de esta manera, hasta que le pareció que obraba mal en permitir que la buena anciana se ocupase de traerle los alimentos. Este pensamiento le sugirió de nuevo la idea de huir, y así lo hizo; esta vez se internó mucho en las montañas y vivió en una cueva de fieras. No dejó de experimentar tentaciones en su solitaria vida, y en cierta ocasión se sintió tan horriblemente tentado de volver a Roma, que se arrojó desnudo en un zarzal, revolcándose en él, hasta que el dolor de las punzadas llegó a ahuyenta:: todos los malos pensamientos de su mente.
Pasaron varios años, y habiendo oído la gente que en una cueva vivía solitario un santo varón, cuyo único pensamiento era Dios, dieron en ir a visitarlo. Un grupo de monjes quedó tan impresionado por su predicación, que le rogaron fuese a vivir con ellos y los dirigiese, a lo cual accedió Benito. Mas, hallando luego que los monjes vivían con excesivo regalo, introdujo gran severidad en sus vidas. Entonces, arrepentidos aquellos de haberle rogado que fuese su. superior, trataron de matarlo emponzoñando cierta cantidad de vino que presentaron al santo en una copa. Mas, avisado, Benito hizo la señal de la cruz sobre el vino, y cayó la copa al suelo y se hizo pedazos. San Benito, entonces, volvió a su cueva, y como se juntasen muchos siervos de Dios para vivir en su compañía, edificó celdas en las cuales pudiesen habitar todos. Estos monjes tenían que practicar la pobreza, la castidad y la obediencia, y además dedicarse al trabajo manual siete horas diarias. Cuidando en cierta ocasión a los pobres, san Benito se sintió atacado de una fiebre perniciosa, y, conociendo que iba a morir, mandó a sus discípulos que lo llevasen a la capilla, ante cuyo altar entregó su espíritu al Creador.
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